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Actualizado: 2 de junio de 2025
Para paliar un poco el mal efecto de este brusco movimiento, se acercó sonriente a la dama y la acarició amorosamente la cara. Tengo una carta para el periódico empezada... Necesito terminarla antes que se vaya el correo. Adiós, amor mío...
A la primera ojeada reconoció la letra; se puso blanca como el yeso que cubría las paredes, y, con sus ojos enrojecidos por las lágrimas, me miró fijamente como si hubiera perdido la razón. Tómalo, pues dije, tómalo. Ella extendió la mano, pero la retiró con un ademán brusco: se hubiera dicho que había tocado un hierro candente.
Debo decirle, ante todo, que procuro adaptarme a sus consejos no juzgando demasiado de prisa a las personas que me rodean. Tiene usted razón al decir que un cambio brusco de localidad puede producir dos efectos contrarios y casi igualmente peligrosos: o una especie de entusiasmo por la novedad de las cosas y de las personas, o una tristeza que exagera la crítica.
Y al ver que, estupefacto por aquel brusco ataque, no respondía, siguió diciendo: Yo deseo hace mucho tiempo conocer el color íntimo de su mente de usted, no de la que se muestra en plena luz en conversaciones hechas para la galería, sino de la que se calla, de la que se reserva, de la que sólo se entrega cuando está segura de encontrar una simpatía. Estaba yo literalmente aturdido.
El brigadier se siente dominado por un ímpetu de noble y generosa indignacion; se levanta con aire brusco; la mesa tambalea, los vasos se vierten, los bizcochos andan por el suelo, los mozos acuden, el brigadier deja una moneda de cuatro duros: ¡esto es una poca vergüenza! exclama colérico, y todos tres abandonamos el café cantante.
La verdad es que todo el mundo se ríe de estas cosas cuando las ve escritas; pero cuando las trae uno mismo a la propia memoria, parece que saltan chispas de los nervios y que ruedan lagrimones por las mejillas. Lo inolvidable para don Juan era el modo que Cristeta tenía de besarle. A la llegada, un beso repentino, brusco y rápido; el desahogo de la impaciencia.
Sorprendido Jacobo, rechazó el brusco ataque, separando al niño con un poderoso esfuerzo de sus nervudos brazos, y arrojólo lejos de sí, cual si fuese un saco de arena, a cuatro pasos de distancia; su cabeza fue a chocar contra un enorme jarrón japonés, de bronce antiguo, que despidió un sonido metálico.
Pero aun se detuvo un momento, porque aquel diablo de hombre estaba en todo. ¡Los folios! ¡Borrad los folios! El compañero de la pierna rota era llevado en alto por su mujer y su madre. El pobrecillo gemía de dolor á cada movimiento brusco, pero se tragaba las lágrimas y reía también como los otros, viendo que el cargamento se salvaba y pensando en aquel chasco que hacía reir á todos.
Reparó el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqués. Se contrajo su fisonomía: sus cejas se fruncieron, y arrancándole a Julián el chiquillo, con brusco movimiento le sentó en sus rodillas, palpándole las manos, a ver si las tenía mordidas o lastimadas. Seguro ya de que sólo el chaquetón había padecido, soltó la risa.
Cinco años llevaba Desnoyers en la casa, cuando un día entró en el escritorio del amo con el aire brusco de los tímidos que adoptan una resolución. Don Julio, me marcho, y deseo que ajustemos cuentas. Madariaga le miró socarronamente. ¿Irse?... ¿por qué? Pero en vano repitió sus preguntas. El francés se atascaba en una serie de explicaciones incoherentes. «Me voy; debo irme.»
Palabra del Dia
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