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En una isla donde había quinientos mil, «vio con sus ojos»los indios que quedaban: once. Eran aquellos conquistadores soldados bárbaros, que no sabían los mandamientos de la ley, ¡y tomaban a los indios de esclavos, para enseñarles la doctrina cristiana, a latigazos y a mordidas!

Echamos perros al moribundo para que el dolor de las mordidas le haga vivir un poco más. Afuera todo eso. ¿No hay remedio? El que mande Dios. ¿Qué mal es este? La muerte vociferó con cierta inquietud delirante, impropia de un médico. ¿Pero qué mal le ha traído la muerte? La muerte. No me explico bien. Quiero decir que de qué... ¡De muerte!

Reparó el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqués. Se contrajo su fisonomía: sus cejas se fruncieron, y arrancándole a Julián el chiquillo, con brusco movimiento le sentó en sus rodillas, palpándole las manos, a ver si las tenía mordidas o lastimadas. Seguro ya de que sólo el chaquetón había padecido, soltó la risa.

Morían de pena, de furia, de fatiga, de hambre, de mordidas de perros. ¡Lo mejor era irse al monte, con el valiente Guaroa, y con el niño Guarocuya, a defenderse con las piedras, a defenderse con el agua, a salvar al reyecito bravo, a Guairocuya!