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Actualizado: 26 de octubre de 2025
Dejamos de hablar, volvemos los ojos á la escena, el brigadier se levanta maquinalmente y vuelve á sentarse, como si quisiera tomar una posicion más segura, en señal de que aguardaba algun portento; los artistas se ponen de pié, saludan como antes; se abre la puerta del fondo, los galanes se sitúan cortesmente á los lados de la puerta; pasan las damas; los galanes las siguen, y la escena se queda sin nadie.
Digamos que la vaporosa rubia no echó en saco roto los consejos de su buena amiga y aun que supo aprovecharlos. Pero esto se verá más adelante. Al año de casarse el brigadier diole su esposa, como fruto de bendición, una hermosa niña que se bautizó con el nombre de Julia: fue refuerzo de desgracia para el pobre Miguel, aunque de modo inocente.
Siguió aplicándose el hijo del brigadier al estudio del derecho, si bien con cierta desigualdad: mientras en algunas asignaturas apretaba de firme y llamaba poderosamente la atención del profesor y los compañeros, otras las abandonaba casi por completo.
El brigadier, cuando llegaba el verano, le invitaba a irse con ellos a un pueblecito de la costa donde solían pasar los meses de calor; pero Miguel observaba tal vacilación y frialdad en este convite, que comprendía perfectamente que no debía aceptarlo: su presencia en la casa era ocasionada a muchos disgustos, y de ningún modo quería que su buen padre padeciese ninguno por su causa.
Al encargarse del gobierno político y militar del Callao, en 1824, el brigadier don José Ramón Rodil, hallábase condecorado con las cruces de Somorso, Espinosa de los Monteros, San Payo, Tumanes, Medina del Campo, Tarifa, Pamplona y Cancharrayada, cruces que atestiguaban las batallas en que había tenido la suerte de encontrarse entre los vencedores.
Verdad era que sus cincuenta y tantos años parecían sesenta; pero sesenta años de una robustez envidiable; su bigote blanco, su perilla blanca, sus cejas grises le daban venerable y hasta heroico aspecto de brigadier y aun de general. No parecía un Regente de Audiencia jubilado, sino un ilustre caudillo en situación de cuartel».
El brigadier me esperaba ya, ocupando su puesto en la carretela, acompañado de otro amigo. Llego, monto, me siento, y el coche arranca. No habian pasado nueve minutos cuando nos encontramos, cerca de la barrera que circuye á uno de los cafés cantantes de los Campos Elíseos.
Una corriente de simpatía, más aún, de cariño sincero y apasionado, se estableció entre ellos; los ojos eran los encargados de trasmitirla: habló la sangre, hablaron los dulces e inefables recuerdos de la niñez, habló la memoria venerada del bondadoso brigadier Rivera.
A estilo de campaña, exclamó el brigadier artista. Lo que ha de hacerse luego, hágase ahora. Y pronunciando estas palabras, abria la portezuela de un carruaje público que estaba enfrente de la fonda, invitándome á que subiera. Subo en efecto, sube él, el cochero levanta el látigo, y véanos el lector rodando, por las calles de esta moderna Nínive.
Al llegar a casa volvió el tío Manolo a ayudarla a saltar del coche y ofrecerla caballerosamente su brazo para subir la escalera. El brigadier y su hijo marchaban detrás. Aquella hermosa señora que estusiasmó a Miguel, era hija de una familia sevillana, tan necesitada de bienes de fortuna como rica en timbres y blasones.
Palabra del Dia
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