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Ellos riñen en el interior como perros y gatos, pero le dejan a uno en pazLa muchacha de la risa aguda rió de nuevo y el campesino comenzó a contar otra anécdota, diciendo: No estuvo mal tampoco la manera como Fernando deshizo la boda entre un zapatero rico de Tolosa y una novia suya. A ver, a ver cómo fué dijeron todos.

La de Jáuregui se puso su visita adornada con abalorio, y doña Silvia se presentó con pañuelo de Manila, lo que no agradó mucho a la viuda, porque parecía boda de pueblo. Torquemada fue muy majo; llevaba el hongo nuevo, el cuello de la camisa algo sucio, corbata negra deshilachada y en ella un alfiler con magnífica perla que había sido de la marquesa de Casa-Bojío.

¿Cómo no adorar a Adela? Era la verdad entre la mentira, el candor entre la malicia, decía mi amigo al verla en el gran mundo; era el cielo en la tierra. Los padres no deseaban otra cosa: era un partido brillante, la boda era para entrambos una especulación; de suerte que lo que sin razón de estado no hubiera pasado de ser un amor, una calamidad, pasó a ser un matrimonio.

Esa edad tiene precisamente mi hermana. No sabía que tuviera Vd. hermanos. Además, tengo otro hermano mayor, que es cura. Pero de fijo no me veré yo en el apuro de comprar a Leocadia regalo de boda. ¿Por qué? Las muchachas de la condición de mi hermana no hallan fácilmente quien las ame. Pues ¿de qué condición es su hermana de Vd.?

Hubiera quedado muy sorprendido si en el transcurso de los años hubiese sabido que la Shele vivía tranquila y feliz con su marido. Cuatro o cinco meses después de esta escena que te he contado de los preliminares de la boda, me llamaron del caserío de Machín. La Shele había tenido un hijo fuerte, robusto, pero ella estaba enferma.

Isabel se había ido aquellos días con su padre a Sanlúcar, a la boda de una prima suya. Pepita proseguía la persecución de Villa, y éste, desembarazado por la ausencia de Isabel, continuaba dando caza a la criadita de la casa en las mismas narices de la señorita.

Se pasó largo tiempo sin ver que la pobre languidecía, y el día que lo advirtió experimentó una viva contrariedad. Su mujer y su hija le adoraban tal como era. Trataba a la duquesa con la misma galantería que al día siguiente de la boda, y hacía saltar a Germana sobre sus rodillas como cuando tenía tres años.

Era éste un golpe de efecto que meditaba desde hacía mucho tiempo y del que esperaba cosechar inmarcesible gloria, porque eso de ir a pasar su noche de boda en casa de su amante no podía ser más fin de siglo, nada podía dar más evidente testimonio de su desprecio hacia la estrecha moral del vulgo.

Pero, hombre, repara que te estás llevando la mano al lado derecho, y ahí no puede estar el corazón. Después dijo proféticamente, con una resolución que me inundó de alegría: ¿A cuántos estamos hoy? A cuatro de agosto, ¿verdad?... Bien; pues el día primero de octubre será nuestra boda.