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La cama me cuesta tres ó cuatro veces más que la mesa. Las tardes malas, en que pierdo hasta la última ficha, me contento con un emparedado de jamón á crédito en el bar del Casino. Yo soy de la escuela de un jugador de Madrid al que llamábamos «el maestro», y que nos decía: «Jóvenes, el dinero se ha hecho para jugar: y lo que quede, para comer

En vano esparció sus miradas: no pudo reconocer á ninguno en los grupos que aguardaban el tranvía leyendo periódicos ó conversando. De pronto experimentó el deseo de ver á Tòni. El tío Caragòl le improvisaría algo que comer mientras relataba á su segundo la aventura del bar.

Sólo Federico Bullen se detuvo en la tarea de vaciar su pipa y alzó la cabeza, pero nadie más del grupo dio a conocer el menor interés hacia el hombre que entraba pausadamente, por cierto. Era una figura bastante familiar a la sociedad que en Bar Sansón le llamaban «El viejo».

Tuvo ocho, pero el pianista mostró luego sus cartas. Nueve otra vez. Y el croupier había barrido para la banca los ciento cuarenta mil del griego. ¡Qué noche! ¡Y pensar que era el tonto de Spadoni el que realizaba tales prodigios!... Algunas mujeres pasaron ante la puerta del bar con aire de mal humor, gesticulando entre ellas.

Necesitaba olvidar, y sabía dónde le esperaba el olvido. Sus pies de jugador sintieron el mismo irresistible deseo de actividad que los del ebrio cuando piensa en el mostrador del bar. Castro y Spadoni cruzaron con él varias miradas. ¿Si fuésemos á dar una vuelta por el Casino? propuso uno. Y los tres desaparecieron.

En resumen, era un hombre grave, en quien dominaba el detalle práctico de ser desagradable en un caso de dificultad. Mientras tanto, el sentimiento público del Bar contra Tennessee se pronunciaba creciendo cada vez más.

Todos los textos estaban acordes. Por la mañana y por la tarde perdían los «puntos» y ganaba la casa; pero á partir de las ocho de la noche, una fortuna loca sonreía á los jugadores. Las estadísticas no podían ser más claras: imposible la duda. Y Castro renunciaba á la buena mesa de Villa-Sirena, contentándose con un bock y un emparedado en el bar.

Pero su arrogancia temeraria, que le había hecho embarcarse en buques destinados al naufragio y le empujaba hacia el peligro por el gusto de vencerlo, gritó más alto que la prudencia. «¡En mi patria!... se dijo mentalmente . ¡Querer asesinarme cuando estoy en mi tierra!... Yo les haré ver que soy un español...» Conocía el bar del puerto mencionado por Freya.

El camarero del bar había salido á la calle, llamado por un hombre, y volvió con aire inquieto, diciendo á la dueña, algunas palabras en voz baja. ¡Volad, palomas mías! gritó la mujerona desde el mostrador, dirigiéndose á las dos parroquianas más próximas. Y explicó que la policía estaba haciendo una razzia de mujeres en el barrio, y tal vez visitase su establecimiento.

Si me dijesen otro día, si me dijesen que señalara una bonita aldea en donde un jugador retirado, a quien no le importase mucho el dinero, pudiera divertirse a menudo y alegremente, diría que Bar Sansón; pero para un joven con una numerosa familia que depende de su trabajo, no produce lo suficiente.