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Actualizado: 4 de junio de 2025


Llegaban hasta allí los ruidos de la muchedumbre invisible. Eran exclamaciones de inquietud; un «¡ay! ¡aylanzado por miles de bocas, que hacía adivinar la fuga del banderillero acosado de cerca por el toro. Luego, un silencio absoluto. El hombre volvía hacia la fiera, y estallaba el ruidoso aplauso saludando un par de banderillas bien colocado.

Así es la suerte de los hombres tambien. Si el toro sale de ley se le respeta, se le trata con dignidad, porque no se apela al insulto supremo de las banderillas. Se le ataca, se le capea en regla, y se le da muerte en singular combate, á manos del primer espada, como á un caballero de los tiempos heróicos.

En cuanto entraron Jacinta y Rafaela vieron a Juanín jugando en el patio. Llamáronle y no quiso venir. Las miraba desde lejos, riendo, con media mano metida dentro de la boca; pero en cuanto le enseñaron el tambor que le traían, como se enseñan al toro, azuzándole, las banderillas que se le han de clavar, vino corriendo como exhalación.

Se aproximaba hasta tocar su testuz con la punta de las banderillas; corría después con menudo paso, y el toro iba tras él, como si lo hubiera convencido, llevándoselo al extremo opuesto de la plaza.

Al entrar en el cuarto de Enrique, oyó gran ruido, como si trasteasen con los muebles; quedó altamente sorprendido al ver a su primo con sendas banderillas en las manos delante de una silla, levantándose sobre la punta de los pies en actitud de clavárselas.

Un muchacho valeroso, que clavaba magistralmente las banderillas, y al que también había bautizado un grupo de aficionados como «el torero del porvenir». Un día, en la plaza de Madrid, recibió una cornada en un brazo, y habían tenido que amputárselo, quedando inútil para la lidia.

Las banderillas de fuego eran un espectáculo extraordinario, algo inesperado que aumentaba el interés de la corrida. Muchos que protestaban hasta enronquecer estaban satisfechos en su interior de este incidente. Iban a ver al toro asado en vida, corriendo loco de terror por los rayos que le colgarían del cuello.

Avanzó el Nacional llevando pendientes de sus manos, con las puntas hacia abajo, dos gruesas banderillas que parecían enfundadas en papel negro. Fuese hacia el toro sin grandes precauciones, como si su cobardía no mereciese arte alguno, y le clavó los palos infernales entre los aplausos vengativos de la muchedumbre.

Una tarde, el Zapaterín quedó solo en un pueblo de Extremadura. Para mayor asombro del público rústico que aplaudía a los famosos toreros «venidos adrede de Sevilla», los dos muchachos quisieron clavar banderillas a un toro bravucón y viejo.

Y dando la vuelta continuó afeitándose. Pues hacía ya tiempo dijo Miguel, después de dar otras cuantas vueltas por la habitación que echaba de menos aquí unas banderillas. Me extrañaba que teniendo tantas cosas de toros, no hubiera por lo menos un par.

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