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Actualizado: 28 de mayo de 2025
En esto, un trompetazo desgarrador, insolente, brutal, cortó el ambiente de músicas sensuales y danzas voluptuosas con que se adormecían los humanos. Y la gente feliz corrió de un lado á otro, en pavoroso revoltijo, como los pasajeros de un trasatlántico que bailan en los dorados salones, vestidos de etiqueta, y de pronto escuchan, la voz de alarma de un tripulante: «¡Fuego en las bodegas!»
¿Dónde acabaré de pasar la velada? Es muy temprano para acostarme, los clarines de los spahis no han tocado todavía retreta. Además, los cojines de oro de Sid'Omar bailan en torno mío fantásticas farándulas que no me dejarían dormir... Estoy delante del teatro; entraré un momento.
De esto, unas cosas se dan por premio a los que bailan o llevan la sortija, y otras se tiran a que las cojan, que es en lo que ellos tienen más diversión, y se juntan todos a cogerlas; hasta los cabildantes, si cae alguna cosa hacia donde están sentados, olvidan la formalidad con que están y se arrojan como niños a coger lo que pueden; aunque ya en el día se contienen algo.
El tambor ha cambiado ligeramente el ritmo y bajo él, los presentes que no bailan entonan una melopea lasciva. Las mujeres se colocan frente a los hombres y cada pareja empieza a hacer contorsiones lúbricas, movimientos ondeantes, en los que la cabeza queda inmóvil; culebrean sin cesar.
Están entornadas las maderas; en la suave penumbra, la luz que se cuela por la persiana marca en el techo unas vivas listas de claror blanca. Adornan las paredes cuatro fotografías de los tapices de Goya. Las esbeltas figuras juegan, bailan, retozan, platican sentadas en un pretil de sillares blancos; el cielo es azul; a lo lejos la crestería del Guadarrama palidece.
Cuando gustan de música á la mesa ó en los convites, cantan con flautas y bailan los indios, con tanta destreza, que los cristianos estaban maravillados de verlos: en lo demas son como los indios antecedentes.
Unos van al café moro, a ver a las moros bailar, con sus velos de gasa y su traje violeta, moviendo despacio los brazos, como si estuvieran dormidas. Otros van al teatro del kampong donde están en hileras unos muñecos de cucurucho, viendo con sus ojos de porcelana a las bayaderas javanesas, que bailan como si no pisasen, y vienen con los brazos abiertos, como mariposas.
Ni me sé explicar de una manera satisfactoria la razón en que se funda para creer que se divierten un enjambre de máscaras que vi buscando siempre, y no encontrando jamás, sin hallar a quien embromar ni quien las embrome, que no bailan, que no hablan, que vagan errantes de sala en sala, como si de todas les echaran, imitando el vuelo de la mosca, que parece no tener nunca objeto determinado. ¿Es por ventura un apetito desordenado de hallarse donde se hallan todos, hijo de la pueril vanidad del hombre? ¿Es por aturdirse a sí mismos y creerse felices por espacio de una noche entera? ¿Es por dar a entender que también tienen un interés y una intriga?
Un periódico, y no por cierto un periódico aliadófilo, hablando del destrozo de Alemania, decía: «Es inútil que los alemanes pretendan protestar. ¡Que lloren como mujeres lo que no han sabido defender como hombres!...» Parece, sin embargo, que los alemanes no lloran como mujeres lo que no han sabido defender como hombres. Antes bien, lo bailan, lo cantan y lo beben con gran regocijo.
Delante del Portal hay una lindísima plazoleta, cuyo centro lo ocupa una redoma de peces, y no lejos de allí vende un chico La Correspondencia, y bailan gentilmente dos majos. La vieja que vende buñuelos y la castañera de la esquina son las piezas más graciosas de este maravilloso pueblo de barro, y ellas solas atraen con preferencia las miradas de la infantil muchedumbre.
Palabra del Dia
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