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Actualizado: 19 de junio de 2025
Entreteníame en ver el mar, en una línea de un cuarto de legua, asaltando mi roca, redondear la verde melena de su dilatada onda y empujarla como á la carrera. Azotaba con fuerza, haciendo retemblar el promontorio: tenía el trueno bajo mis plantas. Mas, esa regularidad se desmintió de repente.
Si alguna otra mirada que la de Dios hubiera podido llegar a aquel desierto, cruzando la tempestad que lo azotaba, habría descubierto una cuadrilla de hombres que caminaba en dirección paralela al mar, arrostrando los furores del temporal, envueltos en sus capas, en actitud recogida y silenciosa, los cuerpos inclinados hacia adelante y las cabezas bajas.
A veces reía yo, jugaba y me deleitaba contigo; pero, cuando más contento estaba, surgía como espectro, como aterrador fantasma, de las profundidades de mi ser, el mismo amor ultrajado, el cual me azotaba rudamente con el azote de los remordimientos.
Iba tras él otro individuo de menor estatura y más edad, vestido como el primero y con un libro abierto en la mano izquierda, al paso que la derecha empuñaba unas largas disciplinas, con las que azotaba cruelmente á su compañero al terminar la lectura de cada una de las oraciones que en francés salmodiaba.
Hasta que concluían por entregárselas, quedándose ambos arrobados mirándolas hacer castilletes, ayudándolas ellos mismos con grave atención, mientras la lluvia azotaba los cristales pintados de las ventanas chinescas y los maderos de haya chisporroteaban en la chimenea. Las niñas comían antes que la familia.
En la apacible playa, el viento, tibio y dulce, me azotaba el rostro, y con no menos dulzura á pesar de lo sospechoso de sus caricias, el mar lamía mis pies. Ni el uno ni el otro me engañaban, estando bien persuadido de la escena que preparaban. Como preludio y después de veladas agradables, estallaban á mitad de la noche espantosos ventarrones.
El efecto que hacía en nuestros cuerpos era el de una llamarada que los azotaba por todos lados: la cara se nos abrasaba como cuando nos asomamos a un horno encendido, y deshechos en sudor, nuestros cuerpos hervían, descomponiéndose la economía entera, desde el instante en que fuertes excitaciones del espíritu dejaban de sostenerla.
Algunos de los náufragos se arrojaron al mar; pero ¡por el ángel de San Pedro! había que nadar contra viento y marea para llegar a la escampavía, que no obstante no estaba lejos. Imposible. Se ahogaron, pues, los imprudentes, después de haber sido cegados por el remolino de las olas, que les azotaba y les ensangrentaba la cara.
Español era él también, y su padre, y su madre; pero él no salía por las islas Lucayas a robarse a los indios libres: ¡porque en diez años ya no quedaba indio vivo de los tres millones, o más, que hubo en la Española!: él no los iba cazando con perros hambrientos, para matarlos a trabajo en las minas: él no les quemaba las manos y los pies cuando se sentaban porque no podían andar, o se les caía el pico porque ya no tenían fuerzas: él no los azotaba, hasta verlos desmayar, porque no sabían decirle a su amo donde había más oro: él no se gozaba con sus amigos, a la hora de comer, porque el indio de la mesa no pudo con la carga que traía de la mina, y le mandó cortar en castigo las orejas: él no se ponía el jubón de lujo, y aquella capa que llamaban ferreruelo, para ir muy galán a la plaza a las doce, a ver la quema que mandaba hacer la justicia del gobernador, la quema de los cinco indios.
Volvió Sancho a su tarea con tanto denuedo, que ya había quitado las cortezas a muchos árboles: tal era la riguridad con que se azotaba; y, alzando una vez la voz, y dando un desaforado azote en una haya, dijo: ¡Aquí morirás, Sansón, y cuantos con él son!
Palabra del Dia
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