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Actualizado: 13 de octubre de 2025
La vida del campo, en sus formas genuinamente camperas, había contribuido a culminar un proceso de decaimiento moral que se había iniciado sutilmente en Melchor, con alguna antelación a su viaje a la estancia; pero que no había pasado inadvertido para el espíritu de su madre cuando le decía: «tienes deberes a que «antes» no habrías faltado», y la libertad absoluta de que gozaba en la estancia; las influencias circundantes, en el estímulo de los ejemplos que le rodeaban; la avidez de energías físicas, equiparables a la del peón o del toro y que se adueñó de su espíritu en cuanto lo encontró desprevenido o débil; la distancia interpuesta entre sus jueces y sus actos; las mismas resistencias subalternas con que solía chocar, todo propendía a acelerar la caída y más de una vez mientras Ricardo ejecutaba en el piano una sonata de Beethoven, Melchor en la caballeriza, punteaba una milonga en la guitarra mugrienta de algún peón.
Pareció sacudir con un movimiento de cabeza un tropel de penosos pensamientos, y dijo tendiéndole la mano: ¿Qué resolvemos? ¿Amigos o indiferentes? ¿Promete usted no incurrir en niñerías y ser un camarada formal? Rafael estrechó con avidez aquella mano suave y fuerte, sintiendo en sus dedos como cariñosa mordedura, el contacto de las sortijas. ¡Amigo!... me resignaré ya que no hay otro remedio.
Pero ni derramó lágrimas ni la vida se escapó de su cuerpo ante esta afrenta, como era su deseo... Se vió con los dos cubos en las manos llenándolos en el foso, yendo luego á lo largo de la fila de hombres, que abandonaban el fusil para sorber el líquido con una avidez de bestias jadeantes. Ya no le causaba miedo la estridencia de los cuerpos invisibles.
¿Qué me taes, abuelita, qué me taes? preguntó, mirando con avidez a doña Paula, después de haberla abrazado por las piernas con tal ímpetu, que por poco da con ella en tierra. La muñeca, hermosa, que te ha arreglado la chacha. Muñeca no... muñeca pa Lalina... yo soy gande... yo quero un chocho. No tengo chochos aquí, vida mía respondió la abuela mirándola embelesada.
Era una mano donde la holganza presente no había conseguido borrar las huellas del trabajo pasado, mano pequeña, pero deformada, con los dedos macizos y aporretados, mano plebeya elevada de repente al patriciado. Aunque el banquero no se movía, la fijeza y avidez de sus ojos posados sobre la joven ejercieron sobre ella la consabida influencia magnética.
El paso de los poneys a través de la gran calle de la aldea había causado efecto; todos los habitantes se habían precipitado fuera de sus casas preguntándose con avidez: ¿Qué es eso; qué es eso? Algunas personas pensaban: Un circo ambulante, quizá... Pero de todos lados exclamaban: ¿Habéis visto qué bien iban?
Despertóse en ella la curiosidad, y preguntó con una avidez de campesina: ¿Es rica?... El gesto afirmativo del señor no la sorprendió. Forzosamente había de ser rica. Sólo una mujer que llevase con ella una gran fortuna podía aspirar a unirse con el último de los Febrer, que habían sido los hombres más notables de la isla y tal vez del mundo entero.
Don Antolín le oía con asombro, fija en él su mirada fría. Los otros escuchaban presintiendo confusamente lo extraordinario de tales ideas emitidas en el claustro de una catedral. Don Martín, el cura de las monjas, a espaldas de su avariento protector, mostraba en sus ojos la avidez simpática con que acogía las palabras de Luna.
Lucía se bebía con avidez aquellas palabras y aquellos detalles nada importantes en sí.
Palabra del Dia
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