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La alegría de los jugadores era cada vez mayor. Saleta, acostumbrado a las burlas de su colega, no se amoscaba ni perdía un punto de su irritante flema. La desvergüenza de este hombre para mentir y sostener luego sus mentiras era inaudita. Cuando vio la inutilidad de seguir disputando, atendió nuevamente al juego.

Serán las diez, señorita. Y llueve. Eufemia atendió al ruido de la calle. , llueve. Vamos a salir. ¡A salir! , calla. Anda, tráeme un vestido tuyo, de percal, y un mantón tuyo y un pañuelo... vamos las dos de artesanas. Vamos al teatro, a la cazuela.

-Pues entre ésas -dijo don Quijote- debe de estar, amigo, ésta por quien te pregunto. -Podría ser -respondió el mozo-; y adiós, que ya viene el alba. Y, dando a sus mulas, no atendió a más preguntas.

Pero el general no le atendió, y con buenas palabras por el camino derecho, que quiso y que no quiso el cacique, se entró al pueblo, en que habia muchas gallinas, gansos, ciervos, ovejas, avestruces, papagallos, conejos y otros semejantes; mucho maiz y raices, de que es fertilísima aquella tierra: pero muy falta de agua, y de plata y oro, por el cual no nos atrevimos á preguntar; porque las demas naciones por donde habiamos de pasar, no supieran lo que apetecíamos, y huyesen.

Mentalmente y como por máquina repetía estas tres voces, que para ella habían perdido todo significado; las repetía como si fueran de un idioma desconocido. Después, saliendo de no sabía qué pozo negro su pensamiento, atendió a lo que leía. Dejó el libro sobre el tocador y cruzó las manos sobre las rodillas.

La presencia de una señora con sombrero y vestido de seda, y la de un varon con sombrero de jipijapa, frac y guante, no dejó de causar cierta sensacion en las gentes que allí comian; pero al poco tiempo cada cual atendió á su plato, y nosotros quedamos libres de miradas y gestos. Las mesas están mondas y lirondas; pero son de piedra roqueña, y no ofrecen nada que pueda repugnar.

Atendió indistintamente á unos y otros, á los que llevaban en el pecho el escapulario de la Virgen y á los que en el paroxismo del dolor creían encontrar un alivio dando vivas á la Libertad y la República.

Fusilen ustedes al Sr. Unamuno, que sabe griego; fusilen a don Francisco Giner, fusilen aunque sea al doctor Simarro; pero yo les aseguro que sería una equivocación fusilar a Ferrer... Nadie atendió mis consejos, y Ferrer fue fusilado. Ahora, muchos españoles se indignan al ver que en el extranjero se le levantan estatuas a Ferrer. «Ferrer no es un apóstol», dicen. Pero Ferrer ya es un apóstol.

La enferma no pudo esta vez ponerse a la obra, pero la dirigió, y todo salió a medida del deseo. Desde su sillón atendió a todo. Todo estaba listo al fin del día, y el regocijo era general. Desde tía Carmen hasta señora Juana todos parecían niños en aquella casita. Angelina estaba atareada, friendo los buñuelos, y tía Pepilla iba y venía más alegre que una sonaja.

Ese hombre, Mesía; Ana... ¿qué pasó con ese hombre?... Ana recogió sus fuerzas, atendió a la realidad, a lo que le preguntaban, con intensidad, luchando con el confesor, batiéndose por su interés que era ocultar lo más hondo de su pensamiento. «Al fin aquello no era el confesonario; además, era caridad mentir, callar a lo menos lo peor».