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Actualizado: 27 de junio de 2025


Pero lo que hacía verdaderamente peregrino y estrafalario el atavío es que en la cabeza traía un bonete viejo y grasiento. El P. Gil quedó asombrado de aquella figura, y más asombrado, cuando advirtió la ocupación a que el párroco se entregaba. Estaba, con una rodilla hincada en tierra, desollando un becerro. Le ayudaba en la operación el criado.

La imagen, risueña, sonrosada, candorosa, con ropas flotantes y manto azul, llegaba más al alma de Lucía que las rígidas efigies de la catedral de León, cubiertas de rozagante atavío. Yendo una tarde camino de la iglesia, vio pasar un entierro y lo siguió. Era de una doncella, hija de María.

Con este estruendo y aquel vocerío, antes que acabara de sorprenderme de la ocurrencia, ya estaba en el encachado soportal y enfrente de , una mujer de mediana edad, buenas carnes y sano color, y con el modesto atavío casero que ordinariamente usan a diario las matronas pudientes de aquella comarca.

32 ¿Por ventura se olvida la virgen de su atavío, o la desposada de sus galas? 33 ¿Para qué abonas tu camino para hallar amor, pues aun a las malvadas enseñaste tus caminos? 34 Aun en tus faldas se halló la sangre de las almas de los pobres, de los inocentes; no los hallaste en ningún delito, sino por todas estas cosas. He aquí yo entraré en juicio contigo, porque dijiste: No pequé.

Fuese como fuese, sucedió que Bonis empezó a despojarse de su terno inglés en el gabinete de su mujer; se quedó sin levita ni chaleco, luciendo los tirantes de seda y la pechera de la camisa blanca y tersa, con tres botones de coral; y en este prosaico, pero familiar atavío, se volvió sonriente hacia Emma, que lamía los labios secos, echaba chispas por los ojos, y seria y callada miraba el cuello robusto y de color de leche de su marido.

Ya iba don Juan a entablar conversación, temeroso de que el traspunte llamase a Cristeta, cuando ésta, por decir algo, dijo poniéndose en pie: ¿Qué tal? ¿Resulta gitano el traje? Muy característico, muy típico... Y calló, sin terminar la frase. Hable usted con franqueza. Que no hay analogía entre usted y ese atavío.

Son esas muchachas suavemente tristes, humildes y resignadas, que tienen ojeras muy hondas y pobres manos santificadas por el culto heroísmo de la lucha diaria: que van tocadas con gráciles sombreros y vestidas con una coquetería un poco triste por lo usado y deslucido del atavío.

Acaso esta superioridad física perjudicaba un tanto al efecto del caprichoso atavío de viaje de la niña: tal vez se requería un cuerpo más plano, líneas más duras en los brazos y cuello, para llevar con el conveniente desenfado el traje semimasculino, de paño marrón, y la toca de paja burda, en cuyo casco se posaba, abiertas las alas, sobre un nido de plumas, tornasolado colibrí.

En ese momento del atavío, los detalles adquieren una importancia fundamental; el gracioso lunar, el rizo juguetón, todo aquello que constituye su personalidad, su diferenciación de las demás señoritas que también se presentan en sociedad, adquieren un relieve preponderante y definitivo. El lunarcillo y el ricito son invencibles; nada, nada, ¡invencibles!...

Iba descalza: sus pies, ágiles y pequeños denotaban familiaridad consuetudinaria con el suelo, con las piedras, con los charcos, con los abrojos. Vestía una falda sencilla y no muy larga, denotando en su rudimentario atavío, así como en la libertad de sus cabellos sueltos y cortos, rizados con nativa elegancia, cierta independencia más propia del salvaje que del mendigo.

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