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Actualizado: 29 de octubre de 2025
Únicamente el día primero de cada mes podrán verme dos personas que me contarán sus cosas y a quienes yo explicaré mi estado. ¿Necesitaré decir quiénes son esos dos seres que gozarán de tan exclusivo privilegio?... ¡Ay! ¿Qué será de mí sin usted, querido tío? exclamó Antonia, anegada en lágrimas. ¿Qué voy a hacer yo, sola y abandonada? ¡Pobre de mí!
Se levantó el anciano, pero ambos jóvenes se abalanzaron hacia él, y al volver a caer en su sillón, agobiado por el pesar y hondamente conmovido, se encontró con que los dos estaban a su lado arrodillados. Abráceme usted, querido tutor exclamó Amaury. Deme usted su bendición, tío mío suplicó Antonia.
María Antonia, por primera vez después de su conversación y olvidada de su conversión, le dirigió entonces una mirada larga, fogosa, dulce y llena de promesas. Aproximando luego su rostro al de él, hasta el punto de que penetró por su boca y por sus narices el aliento de ella, dijo ella quedito y con desmayada dulzura: Ven de noche a casa. Nadie te verá y no lo sabrá nadie.
Después pronunció ardientes palabras de amor, y roto ya el freno de su bien utilizada hipocresía, se abalanzó a María Antonia, que le atraía con los ojos y le embelesaba con blanda risa, medio abierta la húmeda boca y dejando ver los iguales y apretados dientes, que parecían dos hilos de perlas. El la estrechó frenéticamente entre sus brazos y buscó los labios de ella con sus labios.
De la antigua familia que había visto en su niñez no quedaba nadie. Sólo madó Antonia le podía recordar los tiempos pasados. Cuando se vio dueño de la fortuna de los Febrer y en plena libertad, tenía veintitrés años. La tal fortuna estaba roída por las esplendideces de sus ascendientes y abrumada con toda clase de gravámenes.
En seguida María Antonia le volvió la espalda y se apartó de aquel sitio. Salieron a relucir las galas y las joyas que se custodiaban en el fondo del arca. María Antonia no parecía ya la penitente. Estaba vestida, harto ligeramente vestida, como en la noche de la tentación y de la cena. Había vuelto la espalda a Dios y dádose de nuevo al diablo.
Doña Antonia, mujer de D. José, y sus dos hijos, D. Francisco, de edad de catorce años, y doña Lucía, que tenía ya diez y ocho, acompañados de la chacha Ramoncica, recibieron con júbilo, con abrazos y otras mil muestras de cariño al Comendador, quien ya tenía por suya la casa solariega.
Acostumbrada la prójima a levantarse a las nueve o las diez de la mañana, éranle penosos aquellos madrugones que en el convento se usaban. A las cinco de la mañana ya entraba Sor Antonia en los dormitorios tocando una campana que les desgarraba los oídos a las pobres durmientes.
Cuando se libró de los lazos que el duque de Campoverde y otros amigos le tendieron, valiéndose de María Antonia Fernández, alias la Caramba, hizo lo que hizo por su delicadeza de sentimientos y por repugnancia a toda sensual grosería, sin pensar en la buena fama que ganaba.
Con tal eficacia penetraron en el centro íntimo del alma de María Antonia Fernández estos sentimientos delicados que me atrevo a sospechar que predispusieron a aquella mujer para que a poco, estimulada por la tempestad, por el sermón elocuentísimo del padre Atanasio, y hasta por la pintura de la Magdalena, se obrase de súbito su conversión milagrosa.
Palabra del Dia
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