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Demetria se puso colorada. Es más viejo que D. Antero prosiguió Flora y es más rico también... y más llano... y más campechano y amigo de los pobres... ¿Es de Laviana? , de Laviana. ¿Es de la Pola? ¡Anda! Si te digo eso ya lo tienes acertado... Pero, en fin, te lo diré, pues de otro modo llevas traza de no acertarlo en la vida... No, no es de la Pola. Demetria volvió á quedar pensativa.

Los había acompañado á Entralgo y los había presentado á D. Félix su sobrino Antero, promovedor incansable de los intereses de aquella región y apóstol elocuente del progreso. Recibiólos el Sr. Ramírez del Valle con afable hospitalidad y les invitó á su mesa, pero no sintió alegría de verlos. Ya sabemos que su corazón no estaba abierto á la influencia de las maravillas industriales.

, el pan del cuerpo... ¡que muero de hambre... de hambre!... Fueron sus últimas palabras razonables. Poco después empezaba el delirio. Celestina lloraba a los pies del lecho. Don Antero, el cura, se paseaba, con los brazos cruzados, por la sala miserable, haciendo rechinar el piso.

Bien lo decía el joven Antero en una de las cartas que cada poco tiempo enviaba al Eco de Asturias: «El sol de la industria ilumina ya este valle, antes tan oscuro, y esparce sus rayos vivificantes sobre estos pobres campesinos subviniendo á sus necesidades, llevando á su frío hogar el alimento y el bienestar, etc., etc

Además, allí está el cura... para eso está don Antero.... ¡Su Ilustrísima no puede... no saldrá de aquí! Y no salió. El que entraba y salía era el Chato, Campillo, que hablaba en secreto con don Fermín y volvía a la calle a recoger rumores y a espiar al enemigo. El cual se presentaba amenazador en la calle estrecha y empinada en que vivía don Santos, casi enfrente de la casa del Magistral.

Por estas razones y otras que omito, Antero Ramírez era lo que pudiera llamarse un grande hombre regional. Sin embargo, D. Félix no le reconocía de buen grado sus cualidades sobresalientes. Entre tío y sobrino existía una disimulada antipatía, que á veces no se disimulaba.

Sería añadir el sarcasmo a la... al.... No vendrá, no. Quien está arriba es don Antero, el cura de la parroquia, el pobre es un bendito, un fanático digno de lástima y cree cumplir con su deber... pero como si cantara. Don Santos era un hombre de convicciones arraigadas. ¿Cómo era? ¿pues ha muerto ya? preguntó uno que llegaba en aquel momento. No señor, no ha muerto.

Y allí prosiguieron los cánticos, los brindis y los discursos filosófico-sociales de Antero. Mas he aquí que cuando más vivo era su entusiasmo y mayor el ruido, ven aparecer de lejos la figura estrafalaria del señor de las Matas de Arbín. Venía D. César montado en un jamelgo escuálido.

La viva disputa de D. Félix con Antero había producido cierto malestar. Se deploraba en voz baja que aquél tuviese un carácter tan violento. Al cabo renació la calma, terminaron los comentarios, y la alegría y la franqueza volvieron á reinar sobre los convidados.

Quiso Antero discutir con su tío; probarle que estas lacerias no son consecuencia obligada de la industria y las minas, sino perturbaciones accidentales que al cabo quedan suprimidas por mismas cuando los obreros se hacen más cultos por la enseñanza y el trato. Pero don Félix se negó á escuchar.