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De lo que había pasado en la excursión del día de San Francisco de Asís y en otras sucesivas procuró De Pas enterarse en las conversaciones que tuvo con su amiga fuera de la Iglesia; dentro del cajón sagrado no había modo decoroso de preguntar ciertas menudencias a una mujer como Anita. La Regenta agradecía al Magistral su prudencia, su discreción.

Después de Pedro los menos bulliciosos eran la Regenta y el Magistral; a veces se miraban, se sonreían, De Pas dirigía la palabra a Anita de rato en rato, tendiendo hacia ella el busto por detrás de la Marquesa, para hacerse oír; don Álvaro los observaba entonces, silencioso, cejijunto, sin pensar que le miraba Visitación, que estaba a su lado.

Si lo tuviera malo y pensara mal, creería que a usted le pesa de mi buen humor, a juzgar por el tono con que lo dice. Perdón por todas las faltas». Anita leyó toda esta carta. Tachó algunas palabras; meditó y volvió a escribirlas encima de lo tachado.

En cuanto puedan ustedes dar la vuelta... hay que darla decía con un pie en el estribo y la cabeza dentro del coche . Será usted la Regenta de Vetusta, Anita. No lo permite la ley, por causa de las tías contestaba don Víctor. ¡Bah, bah! Ya se arreglaría eso.... Será usted la Regenta. Don Cayetano quiso también subir al estribo, pero no pudo.

En poco tiempo se consolidó la fama de aquella hermosura y Anita Ozores fue por aclamación la muchacha más bonita del pueblo. Cuando llegaba un forastero, se le enseñaba la torre de la catedral, el Paseo de Verano, y, si era posible, la sobrina de las de Ozores. Eran las tres maravillas de la población.

Ana se propuso emplear su celo en ganar para Dios el alma de su don Víctor, «que venía también a ser su padre». La suavidad, la dulzura, la elocuencia, las caricias fueron los medios, lícitos todos, que empleó con arte de maestro. Quintanar tardó en conocer que su Anita, su querida Anita quería convertirle a la piedad verdadera.

«¿Pero qué gracia le encontraría su mujer a la soledad de Vetusta? Además, ¿no estaba allí el Kempis sangrando, probando, como tres y dos son cinco, que en el mundo nunca hay motivo para estar alegre? Verdad era que su Anita era feliz por razones más altas.

Anita no había podido sospechar.... Tenía la conciencia tranquila, señal de que había hecho bien por lo pronto». Pidió el que era su cena los días de caza y de comida de fiambre; dio orden a los criados de acostarse, y a las once y media, de puntillas y sin tropezar en nada, a pesar de ir a obscuras, bajó al parque en zapatillas, armado de escopeta. La había cargado con postas.

Una tarde de otoño, después de admitir una copa de cumín que su padre quiso que bebiera detrás del café, Anita salió sola, con el proyecto de empezar a escribir un libro, allá arriba, en la hondonada de los pinos que ella conocía bien; era una obra que días antes había imaginado, una colección de poesías «A la Virgen».

Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña.