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Actualizado: 23 de mayo de 2025
El joven, después de haberse arrodillado, quiso levantarse, convencido de la inutilidad de esta orden. Celinda tenía bien sujeta esa espuela. Pero ella insistió para mantenerlo en dicha posición. ¿No le digo, gringuito, que voy á perderla?... Fíjese bien. Y sólo accedió á reconocer su error y á permitir que se levantase cuando la otra hizo volver grupas á su caballo.
Así es que como un viaje al primer piso la fatigaba bastante, accedió al pedido de la señorita Nancy de que le permitiera dirigirse sola hacia el cuarto azul, donde habían sido colocadas las cajas de las señoritas Lammeter cuando llegaron por la mañana. Hubiera sido difícil encontrar un dormitorio en la casa, en el que las mujeres no estuvieran ocupadas en cumplimentarse y en prepararse.
Accedió Gallardo, y en una de las calles sin terminar inmediatas a la plaza, entró en una taberna igual a todas, con la fachada pintada de rojo, vidrieras con visillos del mismo color, y un escaparate en el que se exhibían, sobre platos polvorientos, chuletas empanadas, pájaros fritos y frascos de hortalizas en vinagre.
Accedió el coloso, sonriendo al pensar en la inutilidad de dicho registro. Además, el catedrático quiso hacerle admitir como un gran honor el hecho de que iban á ser las hermosas muchachas de la Guardia las que huronearían en sus bolsillos, en vez de aquellas hembras feas de la policía á las que había hecho pasar un mal rato.
Con la esperanza de brillar de nuevo en los teatros de la capital, había escrito diversas comedias y entremeses, trabajando cuanto pudo para que se representaran; pero todos sus esfuerzos fueron vanos, porque ningún director de teatros accedió á sus ruegos.
El enfurruñado comandante se negó á asistir á la fiesta, pero su vieja compañera le aconsejó lo contrario. Le convenía ver á sus antiguos amigos; necesitaba distraerse.... Al fin, accedió. Le había conmovido la suposición de que esta fiesta en honor de su antiguo maestro podía ser la última. Deseaba verle. ¡Quién sabe si no le vería más!...
Miraba a un lado y a otro; y, después de los saludos de ordenanza, pues en tal materia no mostraban gran originalidad ninguno de los interlocutores, el clérigo accedió a la invitación de sentarse, apoyándose en el borde de una butaca.
Y apartó su mirada del rostro de Pedro, enjugándose una furtiva lágrima. ¡Déme su mano, señora! díjole el marqués. La vizcondesa accedió a su ruego, y él entonces, sin añadir una palabra, besó delicadamente la mano de aquélla.
Vente conmigo y vamos a dar una vuelta por las rondas del Sur». Fortunata no pensaba más que en complacerle, y accedió con algún recelo, pues siempre que paseaban juntos, aunque fuera por sitios apartados, temía encontrarse a Maximiliano o a doña Lupe a la vuelta de una esquina. Esta idea le hacía temblar. Pasearon un buen ratito, sin que tuvieran ningún encuentro desagradable.
La maldición de los creyentes ha caído sobre mí. Me arrojan por haberte salvado la vida. ¡No importa! Sólo quiero pedirte, como única paga, que si has de denunciallos a la justicia, avises a estas dos buenas mujeres, con holgado tiempo, para que puedan huir. Ramiro accedió con un signo de cabeza. ¿Lo prometes por tu honra? preguntole en seguida. Sí contestó el mancebo. ¿Lo juras? Lo juro.
Palabra del Dia
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