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Fieme en el buen Tomillas, tañedor de laúd e dulzaina, e él dará rebato en toda aventura... mas hele, hele por do viene. Mala landre me mate si no somos acometidos. Tres campanarios armados entran por la calle, de cada paso llevándose media plaza de andadura, y en las manos menean por mazas sendos robles o palos de navío. El miedo vos face abultar las cosas, buen Tomillas.

Dos preocupaciones cayeron después sobre el ánimo encogido de Bonifacio: la una era una gran tristeza, la otra una molestia constante. Del mal parto de su mujer nacían ambas. La tristeza consistía en el desencanto de no tener un hijo; la molestia perpetua, invasora, dominante, provenía de los achaques de su mujer. Emma había perdido el estómago, y Bonifacio la tranquilidad, su musa. El carácter caprichoso, versátil de la hija de D. Diego, adquirió determinadas líneas, una fijeza de elementos que hasta entonces en vano se pretendía buscar en él; ya no fue mudable aquel ánimo, no iba y venía aquella voluntad avasalladora, pero insegura, de cien en cien propósitos. Emma, con una seriedad extraña en ella, se decidió a ser de por vida una mujer insoportable, el tormento de su marido. Si para el mundo entero fue en adelante seca, huraña, la flor de sus enojos la reservó para la intimidad de la alcoba. Molestaba a su esposo como quien cumple una sentencia de lo Alto. En aquella persecución incesante había algo del celo religioso. Todo lo que le sucedía a ella, aquel perder las carnes y la esbeltez, aquellas arrugas, aquel abultar de los pómulos que la horrorizaba haciéndola pensar en la calavera que llevaba debajo del pellejo pálido y empañado, aquel desgano tenaz, aquellos insomnios, aquellos mareos, aquellas irregularidades aterradoras de los fenómenos periódicos de su sexo, eran otros tantos crímenes que debían atormentar con feroces remordimientos la conciencia del mísero Bonifacio. «¿No lo comprendía él así?». No. Su imaginación no llegaba tan lejos como quería su mujer.

Pero la educación del semblante no basta: la distancia que separa al escenario de las butacas, la riqueza de las decoraciones, y más que nada, el resplandor de la batería «comen» mucho; es decir, merman la importancia de las figuras, las empequeñecen y emborronan, y de ello ha nacido el maquillaje ó arte de fortalecer ó «abultar» las expresiones, de modo que éstas puedan llegar al público en su absoluta intensidad y pureza.

En la ventana del gabinete de la izquierda se había instalado Paquito con todo el fárrago de su biblioteca, papelotes y el copioso archivo de sus apuntes de clase, que iba en camino de abultar tanto como el de Simancas.

Por la espalda y en la cintura, un lazo negro muy pronunciado servía para abultar lo que entonces quería la voluble diosa que abultase. Echaba la señorita los codos atrás con objeto de destacar el busto, actitud que escrupulosamente copiaba la segunda de Sobrado, Clara. Lola, que iba en medio, era la única a poner el cuerpo como Dios se lo dio.

El afán que siente todo cuentista de amplificar y abultar los sucesos, para tener en suspenso a sus oyentes, les hizo lanzarse de buena fe en las más absurdas exageraciones, ensalzando los méritos del director del combate. «¡Qué Maltrana tan corajudo!... ¡Qué tigre

No obstante, Lucía era una de las bellezas que citaban los periódicos en sus revistas de salones y teatros. Los años no la habían hecho desaparecer; por el contrario, al redondear y abultar sus formas, habían dado a su figura una majestad que antes no tenía.