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Primero, la llegada: en el vasto patio de honor atestado de cazadores y cazadoras y en el que las casacas rojas y verdes se mezclaban con los trajes femeninos más o menos chillones, entre la confusión de los grandes carruajes, el relincho de los caballos y el jurar de los picadores, la joven se le había aparecido como una castellana de los antiguos tiempos, bajando lentamente la escalinata, con una amazona muy sobria recogida en el brazo derecho y la fusta en la otra mano; y todo lo demás se había borrado para él, que ya no vio a nadie más que a la mujer amada. ¿Cómo respondió a la acogida calurosa de Gastón de Argicourt, a la amabilidad de su mujer, a los apretones de manos de unos cuantos camaradas, al saludo ceremonioso del señor de Candore, al cordial cumplimiento del viejo general Estry y al vigoroso «shake-hand» del tío Dick?... Carlos no sabía absolutamente nada.

Porque Carlos había tenido mucha pena, y ella también de rechazo, pero ella se callaba sabiendo por experiencia que la mano más delicada es siempre torpe al tocar ciertas heridas... Y las horas pasaban lentamente; el crepúsculo desplegaba su velo gris por los campos y ya comenzaba el desfile del regreso. Delante del Correo detúvose un coche y apareció en el umbral el anciano general Estry.

En una palabra, el señor de Argicourt y el señor de Estry deben de estar en este momento en casa del señor de Candore para pedirle una satisfacción. ¡Oh! Dios mío. Y he tenido miedo, yo, tía Liette, que no soy sin embargo, una mujerzuela y comprendo muy bien que un oficial... En su lugar, hubiera hecho lo que él... Dios protegerá el buen derecho, ¿verdad?