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El sargento la echaba piropos y el furriel de mi escuadra no la dejaba ni á sol ni á sombra. Pero ella prefería al gallego... El gallego era yo, ¿sabéis? Allí nos llaman gallegos á los de acá. Un domingo por la tarde salimos juntitos orilla del Guadalquivir por aquellos campos y merendamos en un ventorrillo, y yo me puse como una uva. ¡Vaya una tardecita aprovechá!

De entre un macizo de follaje salía una pareja de guardia civil, cuyos tricornios enfundados de blanco casi llegaban al campanario de una torre, y en la fachada de un ventorrillo de cartón se leía la palabra vino.

Isidora sentía un regocijo febril y salvaje. Todo le llamaba la atención, todo era un motivo de grata sorpresa, de asombro y de risa. Su alma revoloteaba en el espacio libre de la alegría, cual mariposa acabada de nacer. Almorzaron en un ventorrillo. Nunca había comido Isidora cosas tan ricas. ¡Cuánto rieron viendo cómo se atracaba Mariano!

Apenas amaneciese volvería al ventorrillo, y montando en la jaca, se presentaría como si acabase de llegar de Matanzuela, para que el padrino no recelase que habían estado pelando la pava.

Y aquí tuvo término la existencia del valentón, pues el 17 de Octubre de 1596 fué ahorcado en la Plaza de San Francisco, y su cadáver, hecho cuartos, se puso en el lugar del ventorrillo de la Puerta de la Barqueta, como consigna Ariño en los Sucesos de Sevilla.

Pero, amigo mío, yo no puedo estar en todas partes. Esta noche no podré asistir a la muerte de ese hombre. ¿Pues no ha de poder? Hay tiempo para todo. Fijemos horas. No es preciso. Ya nos encontraremos. Adiós. Pues adiós. Era de noche y corrí al ventorrillo. Don Diego tardó mucho; pasó una hora, pasaron dos y yo no cabía en de ansiedad y afán.

Quería obsequiarle, hacerle partícipe de su opulencia, y casi a la fuerza le llevó al ventorrillo, detrás del fielato. Tomaría una taza de , una copa, lo que fuese de su gusto: hora era que admitiese algo de él. Los dos quedaron junto a la puerta de la tabernilla, esperando que les sirviesen, sin querer penetrar en su ambiente pesado y nauseabundo.

Descalzádome has, condesa dijo Quevedo , pero fuego te dejo; agarrado por los pies me has tenido, pero no por la cabeza; libre me veo y de ti me escapo; no creía tanto; pero días pasan y días vienen, y tal vez llegue alguno en que vuelva á pedirte lo que de contigo se queda. ¿Y á dónde vamos en esta guisa? añadió Quevedo. Al camino, donde en un ventorrillo tengo preparado para vos un caballo.

Decididamente, hoy me ahorco. Y con la única peseta columnaria que le quedaba en el bolsillo, se dirigió al ventorrillo o pulpería de la esquina y compró cuatro varas de cuerda fuerte y nueva, lujo muy excusable en quien se prometía no tener ya otros en la vida. ¿Y qué virrey gobernaba entonces?

No tenía más que bajar al ventorrillo y subir a caballo apenas se abriesen las puertas de la casa. No me voy: no me voy decía él con voz suplicante y un fulgor de pasión en los ojos. No me voy... ¿Y quieres que me vaya?... Se pegó más a la reja, murmurando con timidez la condición que exigía para irse.