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No me acordaba dijo entonces el presidente; nótese que esta es la primera Junta de que tengo el honor de ser individuo. Se conoce dijo el notario: y lo apunto en el acta. Hable, pues, si sabe y si tiene de qué el excelentísimo señor ministro de Hacienda. Despiértele usted dijo entonces el presidente al portugués que hacía de ujier, despiértele usted, pues parece que Su Excelencia duerme.

Acompáñeme; daremos un paseo por la Castellana. La tarde es magnífica; un poco de oxígeno sienta bien después de ese ambiente tan pesado. Rafael subió, seguido por la mirada de asombro del ujier, admirado al verle en tan seductora compañía. Comenzó a rodar la berlina; los dos, en íntimo contacto, sintiendo el calor de sus cuerpos, chocando dulcemente con el suave movimiento de los muelles.

Un ujier se le acercó con dos vasos llenos en una bandeja. Bebióse el contenido de uno sin resollar. Poco después halló voz en su garganta, y dijo: «Señores diputados....» ¡Nueva dificultad! No se le oía. Quiso decirlo más recio, y lo dijo a gritos. Así recorrió todos los de la escala, y no dió con la tessitura hasta la séptima embestida.

¿Quiere vuestra señoría que avise al ujier de cámara de su majestad? dijo Ruy Soto. Esperad un momento; decíais que estábais acechando... ; , señor, á dos hombres sospechosos que no han cesado de pasearse desde el obscurecer y en silencio, por la galería de la derecha. ¿Y qué trazas tienen esos hombres? Malas, señor; pero aunque las tuvieran muy buenas, la tenacidad con que se pasean...

Una vez adentro, podía tocar el botón eléctrico que se le antojase, para pedir a un ujier lo que tuviera por conveniente; pasear en el salón que mejor le pareciese; sentarse en el diván más cómodo; escribir en los gabinetes al efecto; pedir en secretaría el expediente más difícil de hallar, y en el archivo el libro más extraño; en fin, hasta beber, de balde, un vaso de agua con azucarillo en la cantina de la casa.

El ujier, pidiendo disculpa por la contravención, le entregó un pliego del procurador general: dos palabras subrayadas en un ángulo del sobre, indicaban que la comunicación era urgente. Ferpierre rompió distraídamente el sobre, pues nada le parecía urgente si no era salir de una situación tan ambigua. Dentro había dos papeles: un telegrama y una nota del procurador general.

Yo acostumbro á escuchar siempre con indiferencia las hablillas de antecámara. Podrán ser hablillas, pero á la verdad, lo que yo he visto... ¡Ah! vos habéis visto... por cierto, y algo que significa mucho; en primer lugar, he visto que el mayordomo mayor, duque del Infantado, ha tenido que volverse desde la puerta de la cámara del rey, porque el ujier no le ha dejado pasar.

En el momento en que se puso en acecho Quevedo, un ujier acababa de introducir en la cámara á un hombre vestido de negro á la usanza de los alguaciles de entonces: era alto y seco, de rostro afilado, grandes narices, expresión redomada y astuta, y parecía tener un doble miedo por el lugar en que había entrado, y por la persona ante quien se encontraba.

El ruido en la sala aumentaba, y al ujier le costaba mucho trabajo restablecer un silencio relativo. El tribunal deliberó en voz baja. ¡Es inadmisible! protestó uno de los jueces . Esto no es ya un tribunal, sino más bien una casa de locos. Se diría que es ella quien nos está juzgando. ¡La culpa no es mía! repuso el presidente . ¿Qué quiere usted que yo le haga?

El abogado, que estaba sumido en sus reflexiones, levantó de pronto la cabeza y miró con curiosidad a aquella mujer. Convendría iluminar la sala pensó. El ujier, como si hubiera adivinado su pensamiento, oprimió uno tras otro los botones eléctricos. El público, los jurados y los testigos levantaron la cabeza y miraron las lámparas encendidas. Sólo los jueces permanecieron indiferentes.