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Actualizado: 19 de mayo de 2025
Por fin, la simpática mamá manifestó que era una hora intempestiva y fea aquella en que celebrábamos nuestros coloquios; convenía adelantarla, de nueve a once, por ejemplo. Lejos de poner estorbo a nuestras entrevistas, nos estimuló a proseguirlas. Me despedí de madre e hija loco de contento. Poco faltó para llamar a doña Tula mamá; bien me apeteció el hacerlo.
Estuve en casa de doña Tula otras dos veces para ultimar la cuestión de papeles. El prebendado don Cosme de la Puente sacó dispensa de las proclamas y bendijo nuestra unión en la capilla del palacio del Padul, siendo madrina Isabel y padrino mi buen padre, que llegó a Sevilla tres días antes con ese objeto. No se invitó a la ceremonia a más de una docena de personas.
Lo mismo Gloria que yo, creemos que doña Tula se opone aún más que don Oscar... Y vuelta a explicárselo otra vez con pelos y señales. Luego entendió que lo que yo deseaba era que fuese a pedir por mí la mano de Gloria a su madre, y le pareció grave. No, señor conde; lo único que solicito de usted es que hable con su prima y procure suavemente vencer su resistencia.
No había más remedio que caminar por Sevilla con la lengua fuera, si no quería incurrir en el desagrado de aquel enano autoritario, que lo expresaba en frases corteses, sí, pero firmes y severas. Invariable, infaliblemente, D. Oscar iba a misa de ocho a San Alberto con doña Tula todos los días. Gloria les acompañaba unas veces sí y otras no. Cuando lo hacía, se iba lo menos veinte a treinta pasos delante. El bendito señor no asistía a ningún café, ni iba jamás al teatro, ni salía a paseo. Sus horas de recreo, que tenía tan bien clasificadas como las de trabajo, las invertía en jugar a las damas con D.ª Tula.
D.ª Tula tenía sus habitaciones en el piso bajo; el bendito señor, en el alto. Esto no obstante, yo no juraría que lo que se decía careciese en absoluto de fundamento. La vida que llevaba en aquellos días era por demás asendereada y trabajosa, y lo que es peor, no veía la utilidad de ella, como D. Oscar la de las flores.
Cuando terminé, doña Tula se apresuró a manifestarme, con su vocecita dulce, que no me guardaba ningún rencor, que le parecía una persona muy decente, y que lo único que sentía era que hubiese tenido la desgracia de enamorarme de su hija.
Isabel acudió a su padre, quien mandó a doña Tula una cartita diciéndole que no era aquello lo convenido, que se había prometido sacar al mundo a su sobrina para averiguar su vocación y que se la tenía prisionera, peor que en el colegio; que aquello daría mucho que hablar en Sevilla, y que le rogaba, para evitar murmuraciones, que le concediese alguna libertad.
Debía aprovechar aquella repentina blandura, ocasionada por los últimos sucesos, para arrancar de doña Tula y su director todas las ventajas posibles o, mejor dicho, que no me arrancasen a mí las que de derecho me correspondían. Preparé mi discurso de introducción y las respuestas que había de dar a las objeciones que, en mi concepto, podían hacerme.
D. Oscar no estaba de acuerdo con esta manía, pero la toleraba bondadosamente como una debilidad femenina. Algunas veces le decía sonriendo con superioridad: Vamos a ver, doña Tula, ¿quiere usted decirme qué utilidad reportan las flores? La señora quedaba desconcertada. ¡Las flores son muy bonitas, don Oscar! exclamaba llena de despecho. Bonitas, convengo en ello... pero no son útiles.
D. Oscar extendió la mano, exclamando: ¡Basta, doña Tula, basta! Déjeme usted, don Oscar, déjeme usted decir a este caballero los motivos que tengo de agradecimiento para con usted. Ya ha dicho usted bastante. Ahora le ruego nos deje solos, porque tengo que hablar con él reservadamente. Está bien, don Oscar, está bien.
Palabra del Dia
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