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Actualizado: 27 de junio de 2025


Había dos hombres en Domingo: eso no era difícil adivinarlo. «Todo hombre lleva en mismo uno o muchos muertos», me había dicho sentenciosamente el doctor, que también sospechaba un gran renunciamiento en la vida del campesino de Trembles.

Me acordé de Trembles. ¡Hacía tanto tiempo que no pensaba en aquellos lugares! Fue como el destello de un saludo, y cosa rara, por un súbito retroceso a impresiones tan lejanas recordé los aspectos más austeros y calmantes de mi vida campestre. Volví a ver Villanueva con su larga línea de casas blancas, apenas más altas que los ribazos.

En medio de aquellas buenas gentes crecí vigilado de lejos por una hermana de mi padre, la señora Ceyssac, que no vino a establecerse en Trembles, hasta que el cuidado de mi fortuna y de mi educación reclamaron decididamente su presencia.

Desde el día que le ha visto usted salir de Trembles, con una letra llegada de París en el bolsillo, como un soldado con su itinerario en la mano, sus esperanzas habían recibido más de un jaque, pero ello no había disminuido su fe robusta ni le había hecho dudar, por un minuto tan sólo, que el éxito, si no la gloria, estaban en París al fin del camino que él emprendía.

Mi ignorancia, como queda dicho, era extrema: mi tía se dio cuenta de ello y se apresuró a traer a Trembles un preceptor, joven maestro del colegio de Ormessón.

Así pasaron cuatro años, al cabo de los cuales consideró que estaba ya en condiciones de abordar la segunda enseñanza, y con inconcebible espanto veía yo acercarse el instante de abandonar mi casa de Trembles.

Entre los amigos que según costumbre se reunieron en Trembles para festejar a San Huberto, estaba uno de los más viejos camaradas de Domingo, llamado D'Orsel, muy rico, que vivía retirado, según se decía, sin familia, en un castillo situado a una docena de leguas de Villanueva.

Yo retornaba a Villanueva, o bien, más adelante, cuando las noches eran lluviosas y más oscuras y los caminos menos transitables, me retenían en Trembles. Tenía mi alojamiento en el segundo piso en un ángulo del edificio tocando a una de las torrecillas. Otro tiempo, durante su juventud, había ocupado Domingo aquella misma habitación.

Cuatro años habían transcurrido, después de mi primera salida de Trembles, y los recuerdos de aquel primer adiós a tantos objetos amados se reanimaban en mi ánimo, en idéntica época, en el mismo lugar, en condiciones exteriores parecidas poco más o menos, pero esta vez combinadas con sentimientos nuevos que las hacían más punzantes por razones de otra índole muy diversa.

Se levantaba muy temprano, y se apresuraba a emprender el trabajo como si alguien le obligara o hubiese tomado un destajo, se acostaba muy tarde y jamás se acercaba a la ventana para averiguar si llovía o hacía sol; seguro estoy de que se marchó de Trembles ignorando que en las torrecillas había veletas, sin cesar agitadas, que señalaban los cambios de dirección del viento y la alternada vuelta de ciertas influencias atmosféricas.

Palabra del Dia

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