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Actualizado: 24 de mayo de 2025
Además, luego se irían a la misa del Gallo, y al volver se acostarían enseguida... Cogió un mantón y el picaporte, echó escaleras abajo, se metió en un tranvía y antes de una hora volvió trayendo en brazos a la niña dormidita y con una pelota entre las manos: la acostó en su cama y la durmió con un cantar.
Cuando volvía Isidro, repetíale estos relatos, y el joven, al escucharla, lanzaba miradas de extrañeza al puente vecino, por donde pasaban coches, carretas y peatones, todo el tráfago de un gran núcleo de población; a los inmediatos desmontes, con sus faroles de gas; al tranvía eléctrico que bajaba por el paseo de los Ocho Hilos expeliendo chispas verdes y azules de sus ruedas.
Mónaco estaba á la vista, al otro lado del puerto; un tranvía lo liga con Monte-Carlo cada veinte minutos, y no obstante, ella hizo su proposición lo mismo que si hablase de un país remoto.
Tal vez el desconocido sufría una equivocación. Así debía ser, á juzgar por la prontitud con que separó su mirada de la de Ferragut, alejándose apresuradamente. El capitán no dió importancia á este encuentro. Lo había olvidado ya al subir al tranvía, pero minutos después resurgió en su memoria, bajo una nueva luz.
Eran familias de Bilbao que bajaban del tranvía para ir á la orilla del mar. Un grupo de obreros pasaba, camino del chacolín, por entre un bosquecillo de pinos. Cantaban á gritos, excitados por la proximidad del mar, el «Boga, boga, marinero» de Iparraguirre y el coro del bardo vascongado sonaba de tal modo en el alma de la joven, que casi la hacía llorar.
Su vida era a modo de una larga cinta de billetes de tranvía, de la que se arrancaba uno cada veinticuatro horas. No tardó en cansarse de contemplar a la muchacha, y la hubiera olvidado sin dificultad; pero se hallaba frente a él, y no podía menos de mirarla de vez en cuando. «Ha venido hace muy poco de la provincia pensaba severamente . ¿A qué diablos vienen aquí?
Escogiendo un momento favorable, apartó de la barandilla la mano del guante descosido, lo que le dio ánimos, y descendió presurosa del tranvía, en la esquina de una ancha calle, donde se cruzaban los rieles. Otros viajeros estaban también a punto de descender. Los había, al contrario, que subían. Una mujer delgada, que llevaba un gran envoltorio, impidió a Krilov la salida.
No se levantan para ceder su asiento a una señora, porque sostienen que una señora no debe entrar en un tranvía donde no hay asiento. Pero que un hombre insulte a una mujer, que un niño pida auxilio, y veréis toda esa indiferencia desaparecer en el acto. Poco político, si queréis, pero, una vez amigos podéis contar con ellos como un inglés que os ha estrechado la mano. ¿Morales?
Venía el tranvía, el suyo, con su luz roja brillando, como un ojo de fuego, en medio de la neblina; míster Robert se metió en él, transido de frío. El reloj del Cabildo daba las seis. Era la hora ordinaria de su regreso al hogar, en invierno, porque en verano no lo hacía hasta después de las siete. Al escritorio llegaba siempre a mediodía; el mismo tranvía le dejaba en la esquina de la Catedral.
No había encontrado á ninguno de sus compañeros, ni siquiera al coronel. Quería marchar solo hacia la ciudad, como si le atrajese la alegría matinal del domingo, que se convierte al llegar la tarde en tedio abrumador. Fuera de la verja le saludó una muchacha que esperaba el paso del tranvía. Era pequeña, pero sus pies estaban montados en violento ángulo sobre unos zapatos de tacones agudos.
Palabra del Dia
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