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Puede que replicó él con seriedad . No puedo asegurártelo; pero es fácil que te las pongan. Fortunata cogió una toalla y echándosela por la cabeza, se fue a mirar al espejo. Acordose entonces de una cosa esencial, esto es, que en la nueva existencia, la hermosura física no valía un pito y que lo que importaba y tenía valor era la del alma.

Una mariposa nocturna pasó rozándome la frente. Encendí la bujía y cerré la vidriera. Allí estaba mi lecho de niño: la camita de hierro con sus blancas colgaduras, y por la cual había yo suspirado tantas veces en el frío y desolado dormitorio del colegio. Allí estaba el aguamanil provisto de todo, con su toalla tejida por la tía Pepa.

Salió a abrir con la peineta en una mano y la toalla por los hombros. Era el redentor, que entró muy contento y le dijo que acabara de peinarse. Como faltaba tan poco, pronto quedó todo hecho. Maximiliano la elogió por su resolución de no tomar peinadoras. ¿Por qué las mujeres no se han de peinar solas? La que no sabe que aprenda. Eso mismo decía Fortunata.

Todas se lavaban la cara y las manos, riñendo por el agua, cuestionando sobre si me quitaste la toalla o si esa es mi agua. «Que no, que mi agua es esta». Otra sacaba de debajo de la cama un zoquete de pan y empezaba a comérselo. «¡Ay, qué hambre tengo...!, con estos calores, cuidado que suda una; no se puede vivir... ¡Y ponerse ahora la toca!».

Los hombres usan calzones anchos y una chaqueta ó chupa cerrada por delante, como la de los chinos: se arrollan una tela ó especie de toalla á la cabeza, cuyas puntas con flecos caen con gracia sobre la espalda.

Perecida de risa estaba la duquesa, viendo la cólera y oyendo las razones de Sancho, pero no dio mucho gusto a don Quijote verle tan mal adeliñado con la jaspeada toalla, y tan rodeado de tantos entretenidos de cocina; y así, haciendo una profunda reverencia a los duques, como que les pedía licencia para hablar, con voz reposada dijo a la canalla: ¡Hola, señores caballeros!

Y reflexionando prudentemente entonces que era peligroso dejar que notasen los demás las huellas de su emoción, dirigióse hacia el lavabo y con una toalla humedecida se lavó los ojos, se arregló los vestidos y rehizo toda su figura de antes.

Su marido, el señor Cuervo, y sus hijos comían los garbanzos duros, se lavaban sin toalla porque ella había salido con las llaves, como siempre, y no acababa de volver. «¿Cómo había de volver si aquella empecatada de Regenta no se daba a partido, y resistía al hombre irresistible con heroicidad de roca?». El mísero empleado del Banco retorcía el bigotillo engomado y con voz de tiple decía a la muchedumbre de sus hijos que lloraban por la sopa: Silencio, niños, que mamá riñe si se come sin ella.

Sostenía que ella no necesitaba que sus papás le comprasen muñecas, porque las hacía con un martillo, vistiéndolo con una toalla. ¿Pues y las agujas que había en su casa? No se acertaban a contar.

El alto reloj de pesas dio, con fatigado son, la medianoche. Julián era el único despierto; sentía frío en las médulas y en los pómulos ardor de calentura. Subió a su cuarto, y empapando la toalla en agua fresca, se la aplicó a las sienes.