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Actualizado: 20 de mayo de 2025
Con el mismo fresquísimo rumor caían las aguas del riachuelo en la presa del molino, y los tilos centenarios del paseo se destacaban por encima de las techumbres de las casas que aparecían inundadas por tenues y azuladas humaredas.
Algunos troncos faltos de hojas cubríanse de colgantes pabellones de fibras, semejantes a vestiduras que cayesen en andrajos. Al otro lado del camino, por entre la empalizada de los troncos y las copas de los árboles crecidos en la pendiente, mostrábanse a cada revuelta la ciudad y la bahía. Las masas de techumbres rojas y pardas estaban igualadas por la distancia.
Eran míseros edificios construidos con mineral en la época que éste no era tan buscado; gruesos paredones agujereados por ventanucos, con balcones volados que amenazaban caerse y los pisos superiores de maderas carcomidas. Las techumbres, con grandes aleros de tejas rojizas y sueltas, estaban mantenidas contra los embates del viento por una orla de pedruscos.
Ningún hombre se veía por los pequeños espacios libres entre casa y casa que hacían el oficio de calles: todos eran voluntarios y estaban en el monte. En las cañadas cercanas no había ganado al regalo de la yerba. Algunas techumbres despedían el humo de los hogares encendidos, indicando que allí permanecían los viejos, los chicos y las mujeres.
Nada respetaron en tí los invasores: no satisfechos con haber despoblado y talado tu campiña , con haber desterrado á todos tus creyentes, con haber llevado la espada hasta el interior de tus santuarios, destruyeron uno á uno tus monumentos complaciéndose en hacer saltar á hachazos tus ricas techumbres de cedro y tus paredes de oro.
Pero, sea en hora buena, vamos donde queréis, que ya me prometo salvaros de alguna peligrosa brujería. Ramiro y su compañero no pudieron dejar el palacio hasta las diez y media de la noche. El claro de luna cortaba a trechos, con blancuras de mortaja, la lobreguez de las calles, y, estampaba en el suelo de las plazoletas la sombra de las torres y las techumbres.
Cada balcón, cada ventana, cada tribuna, era un compacto racimo de damas y caballeros; además, numeroso gentío, encaramado quién sabe por dónde, recubría las techumbres; y todo aquello hormigueaba, hervía, zumbaba con la grandiosa palpitación de una multitud embriagada de sol y confundida en la misma impaciencia.
¡Provenza ha de vivir eternamente en Mireya y en Calendal! ¡Basta de poesía! dijo Mistral, cerrando su cuaderno. Es preciso ver la fiesta. Salimos. Todo el pueblo estaba en las calles; un ramalazo de cierzo había disipado las nubes del cielo, que brillaba alegremente sobre las rojas techumbres, mojadas por la lluvia. Llegamos a tiempo de presenciar la procesión que regresaba.
Comenzaba a desplomarse del cielo una luz gris, cernida por el denso celaje: la inmensa sábana de agua tomaba un color blancuzco de ajenjo. Flotaban en la corriente, como escobazos de miseria, los despojos de la inundación; árboles arrancados de cuajo, haces de cañas, techumbres de paja de las chozas; todo sucio, pringoso, nauseabundo.
Y efectivamente, al poco rato las techumbres de los vagones temblaban bajo el galope loco de los que se perseguían en aquellas alturas. Era, sin duda, el amigo, a quien habían sorprendido, y viéndose cercado se refugiaba en lo más alto del tren.
Palabra del Dia
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