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Actualizado: 28 de junio de 2025


El doctor Talberg, á la vuelta de América, la había abandonado para casarse con una joven fea y rica, hija de un negociante, senador de Hamburgo. Otros habían explotado igualmente su juventud, tomando su parte de alegría y de belleza para unirse luego con mujeres que sólo tenían el atractivo de una gran fortuna.

Varios sucesos distrajeron por unos días la atención pública, y la espía quedó momentáneamente olvidada. Al llegar á Salónica hizo discretas preguntas á sus amigos militares y marinos en los cafés del puerto. Casi todos desconocían el nombre de Freya Talberg. Los que lo habían leído en los diarios contestaban con indiferencia. quién es: una espía que fué artista; una mujer de cierto chic.

¡Por Dios, Tere! exclamó la morena. ¡Cállate ! Ahora verá usted, Rodolfo: le dijimos que tocara, y tocó la «Sonámbula» de Talberg. ¡Jesús nos asista! ¡Qué «Sonámbula»! No, hija, no; no digas eso.... Ella toca sin expresión, sin compás... pero en cuanto a ejecutar... ¡ejecuta mucho! Ya quisieran muchos, de esos que se llaman profesores, ejecutar como Gabriela.

Atrajo de pronto su atención un nombre impreso á la cabeza de un breve artículo. La sorpresa le hizo palidecer, al mismo tiempo que se contraía algo dentro de su pecho. Volvió á deletrear el nombre, temiendo haber sufrido una alucinación. No era posible la duda; estaba bien claro: Freya Talberg. Tomó el diario de las manos de su contertulio, disfrazando su impaciencia con un gesto de curiosidad.

La signora Talberg burlaba todas sus astucias, procurando mantener ocultas las señas de sus amigos. El capitán, á la mañana siguiente, hacía como de costumbre su guardia en el paseo, al pie del blanco Virgilio. Todo inútil. Pasadas las diez se introducía en el Acuario animado por una vaga esperanza. Tal vez venga hoy...

Pero apenas hubo pasado los ojos por algunos renglones, detuvo su lectura. Tropezó con el nombre de Freya Talberg. Este abogado había sido su defensor ante el Consejo de guerra. Se apresuró á guardar la carta, dominando su impaciencia. Sintió la necesidad de silencioso apartamiento y soledad absoluta que experimenta un lector apasionado al adquirir un libro nuevo.

Sus informes fueron precisos. La signora Talberg comía pocas veces en el hotel. Tenía unos amigos que ocupaban un piso amueblado en el barrio de Chiaia, y con ellos pasaba casi todo el día. Algunas veces ni siquiera venía á dormir... Y volvió á sentarse, guardando apretado en una mano el billete que había presentido con su imaginación.

Palabra del Dia

rigoleto

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