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Actualizado: 13 de junio de 2025


Proclo, agitando su báculo, traza en le aire círculos y otras figuras mágicas, y murmura entre dientes palabras ininteligibles. Óyese música celestial, lenta y sumisa. ASCLEPIGENIA Y ATENAIS. ¡Qué portento!

Sus brazos desnudos, escapando de la sedosa capa, se cerraron sobre los hombros de él, formando un anillo apretado: su boca sumisa, buscando la otra boca, se entregó humildemente, con un deseo de dar la felicidad. Pasó por el fondo de la calle un vivo resplandor, sacándolo todo de la penumbra con fugaz relieve, lo mismo que un relámpago. Era el reflector de un automóvil.

Aquella mujer, antes esclava sumisa, se atrevía á desafiar su cólera; luego estaba bien convencida de que no podía vivir sin ella. Devoró su enojo y se guardó en adelante de dirigirle ninguna burla mortificante. Sólo con muchas precauciones y mirándola siempre á la cara se autorizaba de vez en cuando algunas bromitas tímidas y cariñosas que más parecían caricias.

Y además de estos arriesgados viajeros, felices en sus aventuras, figuraban los mártires, los que habían perecido bajo las flechas de los tártaros ó los sables de los japoneses. El Asia, con sus enormes imperios catalépticos é insensibles, había tentado á aquellos propagandistas de la autoridad y de la vida automática y sumisa.

Pero como faltaba ya la razon, y empezaban á descubrir su mala intencion, lejos de producir los buenos efectos que se prometia de esta sumisa oferta, solo sirvió para que se insolentasen mas.

Usted hubiese encontrado en una criada sumisa y pronta a embellecerle todos los minutos de la vida. Hay que renunciar a ello; vuelvo a caer en mi miseria... CIRILO. ¿Por qué no intenta usted siquiera un esfuerzo...? LEONIE. Le repito que no resulta práctico.

Karl, en cambio, manifestaba la misma adhesión de antes, permaneciendo en sumisa modestia detrás de su cuñado. Este tenía las llaves de la caja y era su única defensa ante el terrible viejo... Había dejado sus dos hijos mayores en un colegio de Alemania.

El primero que se llegó al oído de la cabeza fue el mismo don Antonio, y díjole en voz sumisa, pero no tanto que de todos no fuese entendida: -Dime, cabeza, por la virtud que en ti se encierra: ¿qué pensamientos tengo yo agora? Y la cabeza le respondió, sin mover los labios, con voz clara y distinta, de modo que fue de todos entendida, esta razón: -Yo no juzgo de pensamientos.

Hija afectuosa y sumisa, amiga generosa y segura, madre tierna y abnegada, esposa exclusivamente consagrada a su marido, la duquesa de Almansa era el tipo de la mujer que Dios ama, que la poesía dibuja en sus cantos, que la sociedad venera y admira, y en cuyo lugar se quieren hoy ensalzar esas amenazas, que han perdido el bello y suave instinto femenino.

No, no quiero saberlo. Te lo perdono y ahora te pido por favor que no digas nada, que no nos interrumpas. también, Charito. Venga aquí, Muñoz, venga. Volvió él a sentarse. Las manos le temblaban. Sus facciones tenían una expresión de pasmo. Nunca la había sentido más lejos de su alma, ni más inasequible. Su instinto percibía una misteriosa falsedad en aquella sumisa actitud de Adriana.

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