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No hay merluzas para millonarios, no hay zapatos para millonarios, no hay sombreros para millonarios. Yo he visto al señor Sota el otro día con un gabán que, desde luego, no le había costado mucho más que el mío. Claro que el señor Sota puede comprarse cien, doscientos, quinientos gabanes; pero esto sería una superfluidad.

Había allí concordancias de la sota de bastos con el ocho de copas, que anunciaban nada menos que amores secretos de mucha duración; apariciones del ocho de bastos, que vaticinaban riñas entre cónyuges; reuniones de la sota de espadas con la de copas patas arriba, que encerraban tétricos augurios de viudez por muerte de la esposa.

Aquel rey de bastos, con hopalanda azul ribeteada de colorado, los pies simétricamente dispuestos, la gran maza verde al hombro, se le figuraría bastante temible si supiese que representaba un hombre moreno casado don Pedro . La sota del mismo palo se le antojaría menos fea si comprendiese que era símbolo de una señorita morena también Nucha . A la de copas le daría un puntapié por insolente y borracha, atendido que personificaba a Sabel, una moza rubia y soltera.

¡Ay, no, no Butrón! dijo Currita con melancólico acento No crea usted que me hago yo ilusiones algunas; muy bien que no hay rival tan temible para una mujer como la sota de bastos o la esperanza de una cartera...

¡Oh, qué días más hermosos los vividos en el cuerpo de guardia; los naipes que ensucian los dedos y se pegan como pez, la sota de espadas horrible con adornos a pluma, el incompleto tomo de una vieja novela de Pigault-Lebrun arrojado encima de la cama de campaña!... ¡Rataplán! ¡Rataplán!...

Pepay, no por ser industrial deja de ser india; así que su actividad á lo mejor se convierte en pereza, y sus ahorros, planes y cálculos se pierden en la inercia, en una apuesta de un gallo ó un entrés contra una sota. Pepay difiere poco de Angué; es preciso fijarse mucho para distinguir la india que compone la aristocracia del dinero, á la que caracteriza la del trabajo.

Recibióle la muchacha llorando, arrepentida sin duda de su calaverada, pues vistas ya las patas de la sota, no la quedaba ilusión que la sirviera de disculpa; y mientras el galán hacía protestas de que él no era el responsable de aquel desaguisado, sino el propio señor Vargas por su maldita terquedad, estando dispuesto a reparar lo hecho del mejor modo posible, Pablo miraba la pieza, que le pareció muy pobre y hasta desaseada, y a Pilar, sentada delante de la máquina, absorta en su tarea de desenredar el hilo de un carrete, la que encontró muy bonita y muy de su gusto.

Cuando era ya el terror de la República, preguntábale uno de sus cortesanos: «¿Cuál es, general, la parada más grande que ha hecho en su vida?» «Sesenta pesos» contestó Quiroga con indiferencia; acababa de ganar, sin embargo, una de doscientas onzas. Era, según lo explicó después, que en su juventud, no teniendo sino sesenta pesos, los había perdido juntos a una sota.

El sota editor se había puesto muy serio; a la chica un sudor se le iba y otro se le venía; de pronto, en un momento en que ella alzaba con cierta coquetería una mano para retocarse el peinado, dijo el hombre: Vamos a ver: ¿le parece a usted que se han hecho esos dedos para pegar sellos y contar calderilla?

La pobre se arreglaba con veinticuatro varas de Mozambique, a dos pesetas vara, y veintidós de poplín, a catorce... Ya ves qué economía. Pues nada; entra aquel tagarote, que sin duda venía de perder cientos de duros a una sota, y lo mismo fue ver las telas y la modista, empieza a echar por aquella boca unas herejías... ¡Santo Cristo!