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Actualizado: 12 de junio de 2025
Por donde no alcanzaban el último resplandor solar, las olas estaban verdinegras y sombrías; al Poniente, dorada red de movibles mallas parecía envolverlas.
Una parte de la noche, me la pasé en la ventana, soñando deliciosamente, y contemplando las masas sombrías de los elevados árboles de aquel Pavol, donde yo debía reír, llorar, divertirme, desolarme y ver cumplirse mi destino. Me sentí tan feliz, que aquella noche mi cura no fue en mis recuerdos más que un punto imperceptible.
Veía huir de nuestro alrededor las sombrías avenidas del parque, que el sol de la mañana sembraba de brillantes regueros de luz; millones de insectos se embriagaban con el rocío en los cálices de las flores, zumbando alegremente.
Todas las horas de aquel día se le presentaban una a una tristes y sombrías; las decepciones que había sufrido, las esperanzas fallidas, las disputas acaloradas, hasta el abandono de Marcones. Y luego, lo porvenir. Esto era lo más negro. Dejar el bastón de alcalde que tantos años había empuñado con gloria, convertirse en un simple particular, en un quídam.
Vense en cambio aglomeraciones de sombrías rocas de aristas cortantes y que la blanca espuma hace parecer más negras todavía como el carbón bajo la nieve; una larga banda de dorada arena, lisa como las calles de un jardín inglés, donde, para completar la semejanza, las jóvenes misses juegan al crocket en la marea baja; y el mar, ese mar azul de tonos cambiantes de zafiro, de esmeralda, de rubí y de amatista que refleja a veces el azul del cielo y a veces los horrores del infierno.
Sombrías perspectivas de fiebres catarrales, dolores en las articulaciones y fricciones de aguardiente alcanforado, se ofrecieron ante mi vista, y con la visión intensa y terrible del alucinado, me vi metido en unos calzoncillos de bayeta amarilla. Y temblé. Y eché una cobarde mirada en torno buscando un simón vacío. Los pocos que pasaban iban alquilados.
Las calles de los barrios bajos estaban solitarias y sombrías: apenas de cuando en cuando encontraban los dos amigos una pareja enamorada, que iba acortando el paso por prolongar el diálogo, algún sereno sentado en el escalón de un portal, o un mancebo de tienda de comestibles con la puerta entreabierta en espera del matute.
Sus grandes nadaderas picaban venenosamente. El cuerpo, pesado, con fajas y manchas sombrías, estaba cubierto de apéndices singulares en forma de hojas y tomaba fácilmente el color del fondo. En la semiobscuridad parecía una piedra cubierta de plantas. Con este mimetismo se libraba de los enemigos, espiando mejor á su presa.
Hoy todo se ha suavizado, y cuando la lucha por la existencia penetra en el círculo de la familia, se contenta uno, en las horas sombrías, con desear a la persona que incomoda seis pies de tierra sobre el cuerpo. Ese deseo, es el asesinato de otros tiempos, atenuado por las nuevas costumbres.
Años antes había estado en Italia con motivo de una peregrinación católica: su madre le había confiado a la tutela de un canónigo de Valencia, que no quiso volver a España sin visitar a don Carlos, y Rafael recordaba las callejuelas de Venecia, al pasar por las calles de la vieja Alcira, profundas como pozos, sombrías, estrechas, oprimidas por las altas casas, con toda la economía de una ciudad que, edificada sobre una isla, sube sus viviendas conforme aumenta el vecindario y sólo deja a la circulación el terreno preciso.
Palabra del Dia
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