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Actualizado: 1 de junio de 2025
Las señoras ahogaron un grito y quedaron mudas y pálidas. Las paredes del agujero eran sombrías, desiguales y destilaban agua. En cada departamento de la jaula un minero sujetaba, con su mano trémula de modorro, una lámpara. Todos, menos el director y los mineros avezados a subir y bajar, sentían cierta ansiedad en el estómago.
La nocturna reunión era una queja continua contra la injusticia social. Se sentían más desgraciados al darse cuenta exacta de su estado. El zapatero recordaba con los ojos lacrimosos al pequeñuelo muerto de hambre, y hablaba de la miseria de su prole, tan numerosa que hacía inútil su trabajo.
Salvador participaba en la casona de la aversión que allí sentían por la niña de Luzmela; no en vano era otro heredero de don Manuel de la Torre.
Cuando de tarde en tarde levantaba la cabeza para arreglar el hilo y su mirada se encontraba con la de Gabriel, animábase su cara con una pálida sonrisa. En el aislamiento en que los había dejado la indignación del padre, sentían la necesidad de aproximarse, como si les amenazara un peligro. La enfermedad los unía.
Los padres creían entonces que la verdadera y más propia morada de los angelitos es la tierra; y tampoco podían admitir la teoría de que es mucho más lamentable y desastrosa la muerte de los grandes que la de los pequeños. Sentían, mezclada á su dolor, la profundísima lástima que inspira la agonía de un niño, y no comprendían que ninguna pena superase á aquélla que destrozaba sus entrañas.
Los viejos profesores del establecimiento y los visitantes, que eran siempre personas graves, se sentían inquietos ante su cabellera de un rubio subido, igual á la llama de una antorcha, y la fijeza algo insolente y dominadora de sus ojos claros. Los hombres se ruborizaban sin saber por qué, apartando la mirada, como si no pudieran resistir el encuentro de sus pupilas.
Todos sentían en el ambiente el paso de la verdad, y cuando terminó con una invocación al porvenir, en el cual no existirían absurdos ni injusticias, se hizo más profundo el silencio, como si un viento glacial, una brisa de muerte hubiese aleteado sobre aquellas cabezas que creían estar deliberando en el mejor de los mundos.
Podían exigir el sacrificio de su vida, ¡pero ordenarles que marchasen día y noche, siempre huyendo del enemigo, cuando no se consideraban derrotados, cuando sentían gruñir en su interior la cólera feroz, madre del heroísmo!... Las miradas de desesperación buscaban al oficial inmediato, á los jefes, al mismo coronel. ¡No podían más!
Los atlots despreciados se retiraban, cuando no sentían gran interés por la muchacha, trasladando sus amores algunas leguas más allá; pero si estaban realmente enamorados, seguían acechando la casa, y el preferido tenía que pelearse con sus antiguos rivales, llegando milagrosamente al casamiento a través de cuchillos y pistolas. La pistola era como una segunda lengua del ibicenco.
Juanito llevaba en su bigote cortezas de cacahuet; y a pesar de esto, los dos se sentían en un ambiente ideal y caminaban como si no pusiesen los pies en el suelo.
Palabra del Dia
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