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Digan cuanto quieran los peruanos sobre este particular, lo cierto es, que en el interior de todos ellos se aplaudia la general conmocion: sentian si hubiese sido un indio el autor, porque se les hacia muy duro doblar la rodilla á un hombre de esta casta, mirada en aquellos paises con menos consideracion que la de los esclavos: y no obstante esta repugnancia, estuvieron indecisos, hasta que vieron no se les cumplia, como se les habia prometido, la libertad de sus vidas y haciendas.

El papá había muerto siendo magistrado, y esto bastaba para que en casa de doña Manuela, con el afán de grandezas que todos sentían, no designasen a la familia por su apellido, sino por el título del difunto. Los señores de Cuadros sentían una oculta satisfacción al rozarse con las amistades de doña Manuela, que para ellos eran gente de la clase más elevada.

Tampoco debía de haberse alejado mucho, pues se sentían sus pisadas y sus gruñidos y el ruido que hacía al abrirse paso a través del ramaje.

Leonora se serenó, y lentamente fue retrocediendo algunos pasos, mientras Rafael se incorporaba, recogiendo su sombrero. Fue una escena penosa. Los dos sentían frío, no veían luz, como si el sol se hubiera apagado y sobre el huerto soplase un viento glacial.

Era un espíritu simple, como los creyentes del cristianismo primitivo, que sentían las doctrinas de su religión con más intensidad que los Padres de la Iglesia. Su procedimiento era de una lentitud que necesitaba siglos; pero su éxito parecía seguro.

Divididos en dos columnas, marchaba una contra la tropa de cristianos que había salido a su encuentro, mientras la otra, dando un rodeo, penetraba en la población, cautivando doncellas y mancebos, robando las iglesias, matando a los sacerdotes. Los cristianos sentían la incertidumbre de su situación.

Y hablando del célebre pasto con otros que eran dueños igualmente de tierras yermas y esperaban el momento del riego, no sentían el paso de las horas nocturnas. Experimentaban las mismas emociones de los niños mientras escuchan en la velada el relato de un cuento prodigioso.

Más allá de los campos estaban las ciudades, las grandes aglomeraciones de la civilización moderna, y en ellas otros rebaños de desesperados, de tristes, pero que repelían el falso consuelo del vino, que bañaban sus almas nacientes en la aurora de un nuevo día, que sentían sobre sus cabezas los primeros rayos del sol, mientras el resto del mundo permanecía en la sombra.

El movimiento misterioso del telar les inspiraba cierto temor respetuoso; sin embargo, ese temor era compensado por un sentimiento agradable de superioridad desdeñosa que sentían, burlándose de los ruidos alternados de la máquina, así como del tejedor, cuya actitud se parecía a la del preso empleado en el molino de la disciplina.

Seguramente que entre esos hombres, de tez rubicunda y mirada hosca había algunos que, gracias a su bondad natural, no se sentían siempre impulsados a la brutalidad, aún en medio de sus extravíos. Esos, en la época en que sus mejillas estaban frescas, habían sentido la punta acerada del pesar y del remordimiento.