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Actualizado: 31 de mayo de 2025


A Rubín se le hacía acíbar el café y la tertulia un infierno.

Nicolás repetía una figura de que estaba satisfecho: «Sahumar, sahumar y sahumar». Y a propósito de espliego, a él, físicamente, tampoco le vendría mal... esto sin ofender a nadie. Madrid. Mayo de 1886. Parte tercera Costumbres turcas -i Juan Pablo Rubín no podía vivir sin pasarse la mitad de las horas del día o casi todas ellas en el café.

Por la noche fue Maximiliano al hotel de Feliciana, tercer piso en la calle de Pelayo, y al entrar, lo primero que vio... Es que junto a la puerta de entrada había un cuartito pequeño, que era donde moraba la huéspeda, y esta salía de su escondrijo cuando Rubín entraba.

Poco a poco, a medida que iba acopiando argumentos, fue Rubín corriéndose a lo largo del diván, hasta que llegó a presidir la mesa de los capellanes. Eran estos tres, cuatro cuando iba Nicolás Rubín, todos de buena sombra y muy echados para adelante. Ninguno de ellos se mordía la lengua fuera cual fuese el tema de que se tratara.

Mejor te pusieras a estudiar». Niño del mérito, papos-castos, ¿quieres hacer el favor de tocarme las narices? No te hagas ordinario dijo Rubín con bondad . Si no lo eres, si aunque quieras parecerlo no lo puedes conseguir.

La secreta antipatía que inspira el acreedor manifestábase en el alma de Rubín en forma de un odio recóndito, nacido quizás del sentimiento de humillación que producen las deudas a toda persona de amor propio muy susceptible. El tal era Cándido Samaniego, hombre medio curial y medio negociante, en su trato afable, en sus negocios duro.

Se puso tan guapa al hacer esta declaración, que Rubín la miró mucho antes de decir: «No, no jures; no necesitas jurarlo. Te creo. Di otra cosa. Y si ahora entrara por esa puerta y te dijera: 'Fortunata, ven' ¿irías?». Fortunata miró a la puerta.

Esto lastimó el amor propio de Olmedo más que si su amigo le hubiera llenado de insultos, porque todo lo llevaba con paciencia menos que se le rebajase un pelo de la graduación de perdis que se había dado. Le supo tan mal la indulgencia de Rubín, que salió tras él hasta la puerta, diciéndole entre otras tonterías: «¡Valiente hipócrita estás ... narices! Estos silfidones, a lo mejor la pegan».

Si un mes antes le hubieran hablado de tal cosa, se habría echado a reír. La idea continuaba teniendo para ella una extrañeza dolorosa; pero después de lo que oyó al buen amigo no le parecía tan absurda. ¿Llegaría aquello a ser posible y hasta conveniente? Un cuchicheo de su alma le dijo que , aunque las antipatías que los Rubín le inspiraban no se extinguieran.

Hoy le he dicho a Orfila que se pase por casa». Este Orfila era un estudiantillo de último año de Medicina, que se llamaba lo mismo que el célebre doctor, y curaba, es decir, recetaba a los amigos y a las amigas de los amigos. Un día, al salir de clase, dijo Olmedo a Rubín: «Vete por casa si quieres ver una mujer... hasta allí.

Palabra del Dia

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