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Actualizado: 28 de mayo de 2025


Existía antes de él y de Quiroga el espíritu federal en las provincias, en las ciudades, en los federales y en los unitarios mismos; él lo extingue, y organiza en provecho suyo el sistema unitario que Rivadavia quería en provecho de todos. Hoy todos esos caudillejos del interior, degradados, envilecidos, tiemblan de desagradarlo y no respiran sin su consentimiento.

Hallábanse, pues, en Montevideo los antiguos unitarios con todo el personal de la administración de Rivadavia, sus mantenedores, 18 generales de la República, sus escritores, los excongresales, etc.; estaban ahí, además, los federales de la ciudad, emigrados de 1833 adelante; es decir, todas las notabilidades hostiles a la Constitución de 1826 expulsadas por Rosas con el apodo de lomos negros.

Quita a los catedráticos de las Universidades sus rentas; a las escuelas primarias de hombres y de mujeres, las dotaciones cuantiosas que Rivadavia les había asignado; cierra todos los establecimientos filantrópicos; los locos son arrojados a las calles, y los vecinos se encargan de encerrar en sus casas a aquellos peligrosos desgraciados.

En carta que escribía al general La Madrid en 1832, le decía: «Cuando fuí invitado por los muy nulos y bajos Bustos e Ibarra, no considerándoles capaces de hacer oposición con provecho al déspota presidente don Bernardino Rivadavia, los desprecié; pero habiéndome asegurado el edecán del finado Bustos, coronel don Manuel del Castillo, que usted estaba de acuerdo en este negocio y era el más interesado en él, no trepidé un momento en decidirme a arrostrar todo compromiso, contando únicamente con su espada para esperar un desenlace feliz... ¡Cuál fué mi chasco...!»

Rivadavia, pues, continuaba la obra de Las Heras en el ancho molde en que debía vaciarse un gran Estado americano, una República.

A la otra orilla del Plata también hay una desmembración del virreinato: la República Oriental. Allí Rosas halla medios de establecer su influencia con el gobierno de Oribe, y si no obtiene que no lo ataque la Prensa, consigue al menos que el pacífico Rivadavia, los Agüero, Varelas y otros unitarios de nota sean expulsados del territorio oriental.

Así educada, mimada hasta entonces por la fortuna, Buenos Aires se entregó a la obra de constituirse ella y la República, como se había entregado a la de libertarse ella y la América, con decisión, sin medios términos, sin contemporización con los obstáculos. Rivadavia era la encarnación viva de ese espíritu poético, grandioso, que dominaba la sociedad entera.

Rivadavia ignoraba que cuando se trata de la civilización y la libertad de un pueblo, un Gobierno tiene ante Dios y ante las generaciones venideras arduos deberes que desempeñar, y que no hay caridad ni compasión en abandonar a una nación por treinta años a las devastaciones y a la cuchilla del primero que se presente a despedazarla y degollarla.

Nuestro partido perderá el gobierno por eso, señores; por extender el número de las asambleas. Con una cámara única de veinticinco amigos no seremos vencidos. Yo se lo he dicho siempre al general: No le haga caso a don Benjamín Boston; mire que don Benjamín es de origen norteamericano, mientras que nosotros debemos seguir la escuela política de Rivadavia.

San Juan había sido hasta entonces suficientemente rico en hombres civilizados, para dar al célebre Congreso de Tucumán un presidente de la capacidad y altura del doctor Laprida, que murió más tarde asesinado por los Aldao; un prior a la Recolecta Domínica de Chile en el distinguido, sabio y patriota Oro, después obispo de San Juan; un ilustre patriota, don Ignacio de la Roza, que preparó con San Martín la expedición a Chile, y que derramó en su país las semillas de la igualdad de clases prometida por la revolución; un ministro al gobierno de Rivadavia; un ministro a la legación argentina en don Domingo de Oro, cuyos talentos diplomáticos no son aún debidamente apreciados; un diputado al Congreso de 1826 en el ilustrado sacerdote Vera; un diputado a la convención de Santa Fe en el presbítero Oro, orador de nota; otro a la de Córdoba en don Rudecindo Rojo, tan eminente por sus talentos y genio industrial como por su grande instrucción; un militar al ejército, entre otros, en el coronel Rojo, que ha salvado dos provincias sofocando motines con sólo su serena audacia, y de quien el general Paz, juez competente en la materia, decía que sería uno de los primeros generales de la República.

Palabra del Dia

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