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Actualizado: 9 de junio de 2025


Se echó atrás la boa para ocultar el torpe remiendo y la perla, que resaltaba con una magnificencia incoherente. Volvieron á marchar, sin que Miguel intentase nuevas audacias. El último incidente le había hecho circunspecto. Insultábase en su interior, considerándose un bárbaro, incapaz de vivir entre verdaderas señoras. Al llegar á la última revuelta salieron de la penumbra azul del acantilado.

Fray Antonio se levantó, encendió una gran linterna vieja de bronce, y me guió a través de los solitarios y tranquilos corredores, de la pequeña plaza y de la ladera de la colina hasta el camino real, que en medio de la obscuridad resaltaba blanco y recto.

Pero lo que resaltaba claro para en su carta para que lo conocía era la desesperación de celos que lo llevó al suicidio. Ese era el único motivo; lo demás: sacrificio y conciencia tranquila, no tenía ningún valor. En medio de todo quedaba vivísima, radiante de brusca felicidad, la imagen de María. Yo el esfuerzo que debí hacer, cuando era de Vezzera, para dejar de ir a verla.

Como oyera de pronto a su espalda ruido de pasos, se volvió; mas no era su madre la que llegaba, sino una monja. Traía la cabeza metida en una cofia blanca, bajo la cual resaltaba un rostro brillante, hasta parecer erisipeloso, de facciones menudas y redondas.

En la pared de enfrente había puesto un cromo: El último Concilio Ecuménico, reunión de viejos vestidos de rojo, sentados en semicírculo como los obispos en el primer acto de La Africana, entre los cuales resaltaba, por su blanco ropaje, un señor a quien venía a decir secretos al oído una paloma que entraba por una ventana, semejando estar envuelta en un rayo de luz.

Frente a la puerta, a pocos pasos de la ventana, estaba la cama. La sobrecama arrojada a los pies formaba un montón blanco detrás del cual brillaba la línea rubia de las trenzas de Olga; también se alcanzaba a ver una parte de la frente, que resaltaba tan blanca como la sábana.

El cielo azul se me aparecía radiante y allá arriba resaltaba la serena cumbre de la montaña. Las nieves, bordadas por las aristas de las rocas como con delicados arabescos, brillaban con argentino resplandor y el sol las orlaba con un ribete de oro.

El conde, con la cabeza, echada hacia atrás, los ojos medio cerrados, aspiraba con delicia el fresco húmedo de la tarde. La carretera flanqueaba la colina en suave declive. Antes de trasponerla y perder de vista la ciudad, detuvo el caballo y echó una mirada atrás. Lancia era un montón, no grande, de techos rojos, sobre los que resaltaba la flecha oscura de la catedral.

La blancura deslumbrante de la villa resaltaba sobre el verde obscuro de la montaña como un gran pedazo de nieve desprendido de la cúspide. La sábana argentada de la ría extendiéndose a sus pies esperaba inmóvil y sumisa que viniera a caer en su seno.

Hablaban, discutían, consultando a Luna para que esclareciese sus confusas ideas, y sobre la voz de los hombres resaltaba el repiqueteo de la máquina de coser, siempre en actividad, como un eco del universal trabajo que agitaba al mundo, mientras la calma de la nada esparcía su silencio por las entrañas de piedra del templo.

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