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Actualizado: 11 de mayo de 2025
Volvía a dar sus pasos con rigidez exagerada de intento, y su voz hacía temblar el eco de las vecinas colinas: ¡Vaaamos a otraaa!... Y con este llamamiento tradicional para reanudar el trabajo, los hombres volvían a encorvarse y relampagueaban las herramientas sobre sus cabezas, todas a un tiempo, en acompasadas curvas.
Cuando su tía entró con el chocolate, Maxi seguía tan disparado como antes. «Lo que yo extraño, tía, lo que yo no puedo explicarme dijo clavando en ella sus ojos que relampagueaban , es que usted consienta esto y lo encubra y me quiera matar, porque sépalo usted, para mí el honor es primero que la vida».
Tenía en la cara dos lindos lunares, que parecían dos matas de bambú en un prado de flores. Sus ojos, grandes y fulmíneos, relampagueaban más merced al cerco obscuro con que había ella pintado los párpados. Su talle era majestuoso a par que ligero y flexible. En resolución, todo el porte y el aspecto de aquella dama denotaban que era una lionne, una verdadera notabilidad de la corte.
Escopetazos en medio de la calle; tiros que al anochecer relampagueaban desde el fondo de una acequia o tras los cañares o ribazos cuando el odiado enemigo regresaba del campo; alguna vez un Rabosa o un Casporra camino del cementerio con una onza de plomo dentro del pellejo, y la sed de venganza sin extinguirse, antes bien, extremándose con las nuevas generaciones, pues parecía que en las dos casas los chiquitines salían ya del vientre de sus madres tendiendo las manos a la escopeta para matar a los vecinos.
Los agradecidos hablan de la luz. Bolívar era pequeño de cuerpo. Los ojos le relampagueaban, y las palabras se le salían de los labios. Parecía como si estuviera esperando siempre la hora de montar a caballo. Era su país, su país oprimido, que le pesaba en el corazón, y, no le dejaba vivir en paz. La América entera estaba como despertando.
Era, indudablemente, un hombre extraordinario el que llegó a producir en un pueblo, pequeño o grande, eso poco importa, fenómeno como el que acabo de indicar. Decíales a ustedes hace poco que había en realidad en su vida toda algo que indica que él se consideraba providencialmente destinado a semejante misión. Esa impresión, mucho tiempo después de muerto él, la recibí directamente por unos renglones suyos, y en la obra de menos importancia de todas aquellas que ha publicado el señor Gonzalo de Quesada, piadoso recolector de sus escritos; en una que se titula La Edad de Oro y que es un volumen que contiene los trabajos que insertara Martí en cuatro o cinco números, muy pocos, de una revista que publicó, dedicada a los niños, y de la que él era el director y el redactor casi único. En uno de esos artículos, que se encuentra al principio, el que se denomina «Tres Héroes», Martí habla a los niños, en sencillo lenguaje, de Bolívar, de Hidalgo y de San Martín; y refiriéndose al primero, escribe estas palabras que voy a permitirme leeros y en las que entiendo que hay incuestionable, inconscientemente, y en síntesis, un poco de autorretrato: «Bolívar era pequeño de cuerpo. Los ojos le relampagueaban, y las palabras se le salían de los labios. Parecía como si estuviera esperando siempre la hora de montar a caballo. Era su país, su país oprimido, que le pesaba en el corazón, y no le dejaba vivir en paz. La América entera estaba como despertando. Un hombre solo no vale nunca más que un pueblo entero; pero hay hombres que no se cansan, cuando su pueblo se cansa, y que se deciden a la guerra antes que los pueblos, porque no tienen que consultar a nadie más que a sí mismos, y los pueblos tienen muchos hombres, y no pueden consultarse tan pronto. Ese fue el mérito de Bolívar, que no se cansó de pelear por la libertad de Venezuela, cuando parecía que Venezuela se cansaba. Lo habían derrotado los españoles: lo habían echado del país.
Palabra del Dia
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