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Actualizado: 26 de mayo de 2025


No corre peligro alguno. Ha devuelto todo el veneno, y con el medicamento que voy a recetar quedará completamente tranquila. Lo que importa ahora es que no repita. ¡Oh, no! Yo me encargo. Y corrió al cuarto de su hija. Pero no pudo arrancarle una palabra. La niña se obstinaba en que viniese su confesor. Al fin fue por mismo a llamarlo, y no tardó en aparecer con él.

Su mujer salió á la puerta del cuarto con los ojos hinchados, enrojecidos, y el pelo en desorden, revelando en su aspecto cansado varias noches pasadas en vela. Acababa de marcharse el médico; lo de siempre: pocas esperanzas. Después de examinar un rato al pequeño, se había ido sin recetar nada nuevo. Únicamente al montar en su jaca había dicho que volvería al anochecer.

Toma el calmante que voy a recetar; cuando te acuestes, una horchata, y por la mañana, leche de burra y dirigiéndose al duque : mi obligación me fuerza, mal que me pese, a ausentarme, señor duque. Y volviendo a recomendar a su mujer el sosiego y el reposo, Stein se retiró, haciendo al duque un profundo saludo. El duque, sentado enfrente de María, la miró largo tiempo.

Pues bien, ¿te parece bonito que al tomar posesión de mi casa lleve colgado del brazo ese lindo dije de Juan Bou? A fe que me lucía... Miquis, estás lelo: yo no dónde tienes el talento, cuando dices ciertas cosas. ¡El pleito! Precisamente has nombrado un desorden fisiológico que me trae a la memoria otra de las más importantes medicinas que te voy a recetar. ¿Cuál? Resumamos.

La tía María, calculando que en vista de la catástrofe no le sería posible a don Federico venir por entonces, se decidió a confiar la cura del tío Pedro a un médico joven que había reemplazado a Stein en Villamar. No fío de su ciencia le decía a don Modesto, que se le recomendaba ; no sabe recetar más que aguas cocidas, y no hay cosa que debilite más el estómago.

A la paciente debió de hacerle un gran bien, a juzgar por la expresión feliz con que me escuchaba, tanto que estuve ya por no recetar y darla por curada; pero en cuanto terminé comenzaron las preguntas: Diga usted, señor, ¿y esta bola fría cree usted que algún día la arrojaré? Esa bola no es más que una sensación: no tiene realidad; es un fenómeno nervioso.

Tomaba asiento en el banco monacal. A poco, después de ofrecerme un tuxteco y de encender el suyo, se soltaba: ¿No ha venido Linares? ¿No ha venido el gran tartufo? ¿Qué dice el doctor? ¿No pasó por aquí esta mañana? ¡Tal para cual! El uno, hipocondriaco, quejándose todos los días de una nueva enfermedad; el otro, listo para recetar y sacar los pesos al don Cosme.

En suma, el P. Jacinto era un gran médico de almas, aunque duro y feroz á veces en los remedios. Gustaba de aplicarlos heroicos, como suelen hacer los demás médicos de los lugares, que tal vez recetan á un hombre el medicamento que convendría recetar á un caballo.

Algunos días, así que tomaba alimento lo devolvía, y en otros se quejaba de agudos dolores de cabeza. Don Máximo comenzó a recetar los preparados de hierro, baños de mar y vino de quina, con cuya medicación algo se mejoró, aunque poco. El doctor concluyó por afirmar que mientras no cambiase enteramente de régimen de vida no desaparecerían estos achaques; pero fue imposible reducirla a ello.

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