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Son los Panurgo, los Hermanos Juan, los Rominagrobis, Picrochole, Bridoie, Janotus de Bragmardo; personajes esencialmente verdaderos, los que pasan cada día al alcance de nuestra mano, pero que sólo Rabelais ha sabido sorprender. Para encontrar un genio gemelo suyo hay que remontarse a Molière. Todo el mundo conoce a Tartufo; todo el mundo, o, poco menos, ha tenido tratos con Harpagón.

Tomaba asiento en el banco monacal. A poco, después de ofrecerme un tuxteco y de encender el suyo, se soltaba: ¿No ha venido Linares? ¿No ha venido el gran tartufo? ¿Qué dice el doctor? ¿No pasó por aquí esta mañana? ¡Tal para cual! El uno, hipocondriaco, quejándose todos los días de una nueva enfermedad; el otro, listo para recetar y sacar los pesos al don Cosme.

El buen viejo había conservado toda su bondad, toda su mansedumbre; pero, perseguido, acosado, estirado, como un hilo elástico, por su mujer, se había enflaquecido más de lo que había sido y había adquirido un tipo físico lógico, con su nuevo carácter moral: una especie de Tartufo, pero no un Tartufo odioso y antipático, sino por el contrario, y aunque esto parezca una paradoja, un Tartufo ingenuo y cándido, a quien Orgon descubría en cada aventura por la falta de las grandes cualidades jesuíticas que constituyen el carácter del más alto representante del molierismo...

Mil veces, de seguro, habrá tenido usted en su vida intenciones asesinas. Lo que ocurre es que no quiere usted complacerme. Es usted un Tartufo. ¡Caballero! Un Tartufo, , señor. ¡Ah! ¡Si alguien pudiera sugerirme la idea de asesinarle a usted!... ¡Cómo me vengaría yo entonces de su hipocresía!

Es la vieja política que vuelve o más bien, que continúa a pesar del cambio de unos hombres por otros, y de las declamaciones prosopopéyicas de los palaciegos en el Capitolio: es decir, la política de Tartufo, que ya encontrara aquí Luz del Día en su peregrinación por América, cuando, cansada de vivir en Europa, hizo su viaje de incógnito por estas tierras según la sabrosa creación alberdiana.

Por otra parte, la prensa gaucha y mercachifle, que tiene para el tartufo el aplauso suelto y fácil, tuvo para él su silencio de guerra. Y se comprende bien.

No faltó quien informase luego que el muy taimado de la sangre azul tenia sus viejas marrullas de rezandero, que le hacian parecer pasablemente pecador. En ninguna parte es tan ridículo el tartufo como en alta mar. Pero nada tan curioso como una Francesa que venia de San-Francisco de California con su marido, victima de un mareo permanente.

Ruborizose la joven mirándole con cierta timidez. Supongo que no temeréis nada, tengo a vuestro hijo entre los dos. Aunque no lo quisiera, no podría ser sino vuestro amigo, lo demás sería deshonrarme ridículamente a vuestros ojos y a los míos. Sería un verdadero tartufo... ya veis que es imposible... ¡Gracias a Dios!

Es que el señor Tartufo es un viejo conocido nuestro. Para Alberdi era un personaje familiar.