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Actualizado: 26 de junio de 2025


Pero es una cosa enorme... que yo no quisiera creer..., que no la creo respondió estremeciéndose; y en seguida, con un timbre de voz indefinible, porque me sonaba a todo lo siniestro, desde la maldición hasta el quejido, preguntome, con sus ojos anhelantes fijos en los míos asombrados : Dime, madre, ¿es verdad que eres... mala?

La otra puerta que separaba el comedor del gabinete, tenía los vidrios tapados con visillos de algodón rojo, y cuando alguien la dejaba entornada, fácilmente se oía el tic-tac continuo de un antiguo reloj de pesas, que lanzaba un quejido metálico antes que sonase el timbre en cada hora.

Fue su quejido como un estertor de la virtud que expiraba en aquel espíritu solitario hasta entonces.... Y se alejó de Álvaro, llamó a Visita... la abrazó nerviosa y dijo, pudiendo al fin hablar: ¿A qué jugáis, locos...?

La inspiración brotó en su mente. Su grande y vivaz ingenio le sugirió una idea, y con la idea estas palabras: «Pues he de curarte... Lo dijo Miquis, punto redondo». Isidora llenó el despacho con un suspiro. Era el quejido de su enfermedad, ya extendida y profunda. «Manos a la obra dijo Augusto con gran solemnidad . ¿Quieres que te cure? Responde ¿ o no? .

Ella camina valerosamente, aunque no puede menos de cojear un poco; y de cuando en cuando exhala un débil quejido. De pronto, la joven se vuelve y muestra, tendiendo la mano, el hormigueo de las luces en el lugar de la fiesta, que brillan sobre el fondo obscuro del pinar. Mira qué bonito murmura tímidamente. El responde con un ademán. ¡Juan! ¿Qué, Gertrudis? ¿No me guardas rencor? ¿De qué?

De repente se oyó un quejido desgarrador; un clamor de tortura que aterró á las dos mujeres, y casi en seguida se abrió la puerta y apareció el doctor, enjugándose la frente y diciendo: ¡Esto se acabó! El herido yacía sobre los almohadones, más pálido que antes y todavía inanimado. ¿Es él quien ha gritado? preguntó la señorita Guichard.

¡Adiós, Pascualet!... ¡adiós! gritaban los pequeños sorbiéndose las lágrimas. ¡Auuu! ¡auuu! aullaba el perro, tendiendo el hocico con un quejido interminable que crispaba los nervios y parecía agitar la vega bajo un escalofrío fúnebre.

En el silencio de la cárcel resonaba cada vez más claro el doloroso canturreo que venía del calabozo: «Pa... dre... nu... estro... que estás... en los cielos...» Don Nicomedes no lo oía. Paseaba furioso por la habitación, conmoviendo con sus pasos el piso que servía de techo a su víctima. Por fin se fijó en el monótono quejido.

Se había deslizado del banco: estaba casi sin saberlo, arrodillado ante ella, agarrado a sus manos y avanzaba el rostro, sin atreverse a llegar hasta su boca. Y ella, echando atrás el busto con desmayo, murmuraba débilmente con un quejido de niña: No, no: me haría daño... me siento morir.

Las lágrimas, que en amargo tropel se asomaban a los ojos de la enamorada, quedaron detenidas y, fuese máscara del amor propio ultrajado o serenidad fingida, en su cara se dibujó de pronto una calma pasmosa: queriendo aparecer tranquila, se enjugó el llanto con el pañuelo; pero el dolor pudo más, y del pecho se le escapó un sollozo largo y angustioso que parecía quejido de alma moribunda.

Palabra del Dia

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