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Actualizado: 14 de junio de 2025
Anoche se quejaba de atroces dolores, y, cosa rara en hombre tan religioso, jí, jí, más invocaba a los demonios que a la Santísima Virgen.
Estaba en lo cierto. La buena madre era una fuente de chorro continuo para describir las mil y una enfermedades que padecía. En aquellos momentos decía sentir una gran bola en el vientre, tan fría que la helaba; al mismo tiempo se quejaba de dolor de cabeza. Para ponerme en antecedentes de la dolencia empleó cerca de media hora, con una prolijidad tan fatigosa que a cualquiera desesperaría.
Si lograba buen éxito, callaba y sonreía voluptuosamente, pero no volvía a acercarse al poeta aplaudido. Cuando éste se quejaba de su desvío, respondía: «Usted ya ha demostrado que tiene alas; vuele V., amigo mío, vuele V., que yo tengo que soltar a otros pobrecitos». Su vida privada ofrecía muy poco de particular.
Profundamente irritado por esta dilación, que hería vivamente su orgullo español, el Duque, al salir del palacio real, entró para desayunarse en un café, donde se reunían gran número de señores a tomar chocolate y leer los papeles públicos. De pie, junto al brasero, había colocado un hombre que se quejaba en alta voz del ministro y de los cortesanos.
Ya eran dos a destrozar el idioma. La discusión prolongose por espacio de más de un cuarto de hora, en medio de la mayor algarabía, sin que se aclarase el misterio. El uno se quejaba amargamente, como víctima; el otro se defendía diciendo que era inocente. Echpérame aquí dijo, para acabar M. L'Ambert. M. Bernier, el médico, me dirá echta noche michma lo que hach hecho.
Y no obstante, nadie se quejaba. Los novios, olvidando tan triste perspectiva, se miraban en los ojos uno de otro, y eran felices, y don Jorge se resignó tranquilamente al mal juego que se le presentaba ya como perdido. La Duquesa, más alegre que de costumbre, se dedicó a cuidar a Flora; sólo la madre Shipton, antes la más fuerte de la caravana, parecía enfermar y fenecer poco a poco.
Vamos, señor cura, que no es precisamente entre el ruido donde más se divierte uno, y bien se quejaba usted de aquella bulla continua. Pero ¿quién se compara conmigo, señor conde? Yo soy un pobre cura que está más allá que acá. Yo no toco pito en ninguna parte más que en mi sacristía.
A pesar de estos rumbosos informes, la Guardia civil le había pedido los papeles, igual que al último perdulario; pero como los llevaba en regla y no se metía con nadie, ni nadie se quejaba de él y le fiaba el vecino del lugar con quien vivía, no pasaban las cosas a más que a vigilarle de lejos, lo mismo que a su fiador, mientras en el pueblo se cerraban las casas al anochecer y no se dejaban, de puertas afuera, ni las gallinas en sus «albergaderos» provisionales.
Al través de los cristales veíamos a los rezagados parroquianos gesticular delante de las mesas, aunque ninguna palabra llegaba a nuestros oídos. La noche era espléndida, como casi todas las de aquella venturosa región. Estábamos a últimos de octubre. Suárez se quejaba de que estaba un poco fresca.
Las señoritas y las matronas no se lo perdonaban, pero el lindo mulato, sin importársele mucho de las críticas que le hacían por todos los centros del salón, tomó de la cintura a su linda compañera y acometió un scottish de paso doble que en aquel momento comenzaban a rascarlo cuatro violines de la orquesta y un figle solitario y pifión que se quejaba entre los labios de un viejo músico panzón y dormido, representante de la música de viento.
Palabra del Dia
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