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Actualizado: 7 de junio de 2025


El pueblo entero la reputaba como su joya más preciada, y tiempo hacía que su nombre se pronunciaba en aquellos lugares como el nombre de un genio benéfico. Se llamaba la tía Juana, y tenía siete hijos.

Se escribía Patria, el periódico que fundó, junto con el «Partido Revolucionario», contestaba una numerosa correspondencia, fundaba clubs, escribía artículos de propaganda, en inglés, para periódicos de Filadelfia y New York, y pronunciaba discursos. Relámpagos parecía tener aquel hombre por músculos, tal era la prisa en que vivía.

Mientras la madre pronunciaba las palabras que dejamos escritas, hecho el examen de la levita de su hijo, éste se sentó en el poyo del portal, entre las dos puertas; y limpiándose luego con el pañuelo del bolsillo el polvo de sus zapatos, replicó vivamente: Eso lo dice usted aquí porque no hay comparanza; pero si me viera al lado de don Damián como yo acabo de verme.... ¡Tisana, qué levita!...; ¡aquéllas que son costuras!... Ni siquiera se conocen.... ¡Y qué corte!

Al fin, me levanté bruscamente, y respondí a todos: Tengo veinte años, soy noble, y necesito alcanzar gloria y honores. Déjenme, pues, que parta. Y acto seguido me lancé al patio. Iba a montar en la silla de posta cuando apareció en el descanso de la escalera una joven. Era Enriqueta. No lloraba, no pronunciaba una palabra. Pero estaba pálida y temblorosa, y apenas podía sostenerse.

El trazado de la vida de Belarmino era una página escrita con falsilla, y en la cabecera de la página un signo sagrado: la hija de sus entrañas. De raro en raro, abríase un corto paréntesis, en las líneas de la página, que se correspondía con alguna reunión pública del Círculo republicano, en que Belarmino pronunciaba discursos tremendos.

Cuando alguno salía garante de una virtud, la Marquesa, sin separar los ojos de sus caricaturas, movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba entre dientes postizos, como si rumiase negaciones. A veces pronunciaba claramente: A con esas... que soy tambor de marina. No era tambor, pero quería dar a entender que había sido más fiel a las costumbres de la Regencia que a sus muebles.

Al sonido de aquella voz poderosa, á la vista del hábito de Santiago, del que la pronunciaba, los tudescos dominados dejaron pasar al bufón. Quevedo, á pesar de la deformidad de sus pies, que le impedía andar de prisa, corrió. En la puerta de la cámara de la reina, se entabló otra lucha con los ujieres. La autoridad de Quevedo fué allí inútil. El bufón apeló á la fuerza.

Del arte nadie sabía nada más que él: pronunciaba la palabra ahuecando la voz y paseando su mirada fulgurante por los circunstantes como si temiese cualquier profanación y estuviese apercibido a reprimirla de un modo sangriento.

Y ya se disponían todos a emprender la marcha, cuando se abrió con estrépito el balcón de una de las casas, apareció un hombre en calzoncillos, y se oyeron estas palabras, que resonaron profundamente en el silencio de la noche: ¡El ladrón acaba de entrar en el café de la Marina! El que las pronunciaba era don Feliciano Gómez.

Algunas veces, por frases que se le escapaban, daba a entender que no quería bien al clero, mas nunca salían de sus labios improperios ni frases agresivas; y si alguien las pronunciaba en su presencia, no sólo se abstenía de hacerle coro, sino que procuraba torcer el giro de la conversación.

Palabra del Dia

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