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Actualizado: 3 de junio de 2025
No digáis en Villaverde que no tiene grandes hombres; no lo digáis, por vida vuestra, porque luego os replicarán mis paisanos, así sean jornaleros, o abogados, o médicos, o propietarios vuestros interlocutores: «¿Y el Señor General Don Pancracio de la Vega? ¿Y el Ilmo y Reverendísimo Señor Don Pablo Ortiz y Santa Cruz, Obispo in pártibus de Malvaria?».... Si está presente el pomposísimo os dirá: «¿El General de la Vega? ¡Gran político! ¡El Mecenas de todos los poetas veracruzanos! ¿Mi maestro el Ilmo Señor Obispo de Malvaria? ¡Gran teólogo!
El pomposísimo Cicerón, en sus días de murria, cuando no tenía un real, y se olvidaba de los grandes autores del siglo de Augusto, y renegaba de Villaverde, y no se le daba un ardite la susodicha empresa del glorioso blasón, me decía de sus paisanos: ¡Unos verónicos! ¡Unos verónicos! ¡Ni buenos ni malos! ¡Para ellos... ¡ni pena ni gloria!
No; porque ciudades de la misma región y de naturaleza idéntica son animadas, alegres, festivas, jucundas, como decía el pomposísimo Cicerón. Los villaverdinos son de semblante triste, y en sus labios tiene la risa dolorosa expresión, como en gentes contrariadas y pesimistas.
El gran círculo, centro de teósofos y de libres pensadores, formando al uso del liberalismo más avanzado, era por aquellos días piedra de escándalo para los piadosos timoratos villaverdinos, y dió quehacer y congojas al Cura y a sus vicarios, y mucha tela para sermones al bueno del P. Solís; y, qué más, hasta puso en manos del «pomposísimo» la pluma gloriosa del apologista.
Los rivales de mi maestro, Jacinto Ocaña, el director de la «Escuela del Cura», y Agustín Venegas, el de la «Escuela Nacional», creyeron que el sonetista era el «pomposísimo», y al domingo siguiente, cuando esperaba yo elogios y aplausos, salió en «La Voz de Villaverde» un articulejo desentonado y cáustico, en que ponían a don Román de oro y azul. Corrí a verle: ¿Ya leyó usted? le dije al entrar.
Este sí que no me daba, como ustedes, tantos disgustos; éste sí que no hacía concordancias gallegas, y se sabía al dedillo los pretéritos, y entendía, como un maestro, al dulce Virgilio, al conciso Tácito, y al asiático y pomposísimo Cicerón. Ya me lo esperaba yo. Milagro que no acabó el discurso con algún exámetro oportuno.
Algunos, pocos, lo hacen así; los más, a los dos o tres años de haber llegado, son ya unos villaverdinos completos, ni más ni menos que si allí hubieran nacido; como si de rapaces hubiesen guerreado en homéricas pedreas al pie del cerro del Cristo, en pro o en contra de la Escuela del Cura; como si hubieran salado en las dehesas del Escobillar, y aprendido latines en los bancos del pomposísimo Cicerón.
Todos me conocían, me vieron crecer y me tuteaban.... Me detuve en un tenducho, y pregunté por don Román López. El tendero salió a la puerta, y señalándome una casa me dijo: ¡Allí, joven, allí!... ¡En aquella casa pintada de amarillo! ¡El ruido de los muchachos le dirá dónde! ¡Allí está la escuela! ¿Y si mi buen maestro, si el pomposísimo no me recibía cariñosamente?
Rodolfo.» Rara vez salía yo de casa, y sólo para visitar a don Román. Me pasaba la mañana en mi cuarto, y la tarde en el jardincillo, entregado a mis poetas favoritos. ¿Qué libro lees ahora? solía preguntarme el «pomposísimo», cuando iba a verle. ¿Lamartine? ¿Víctor Hugo? ¿Novelitas de Dumas? Contestaba yo afirmativamente, y el buen anciano hacía un gesto, gruñía, y agregaba mohino: ¡Uf!
Palabra del Dia
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