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» Tuve, en efecto, esa dicha me interrumpió, bastante desentonado por las emociones que debía de sentir en aquel instante. » Poco después acudió usted con las mismas cuitas a mi madre, sin aguardar a que yo le respondiera, como se lo tenía prometido. » No creí que se estoorbaran lo uno y lo otro. » Mal creído. Pero, en fin, ya está hecho.

AZUCENA. Me acuerdo de cuando achicharraron a tu abuela; iba cubierta de harapos; sus cabellos, negros como las alas del cuervo, ocultaban casi enteramente su cara; yo, tendida en el suelo, arañando frenética mi rostro, había apartado mis ojos de aquel espectáculo, que no podía suportar; pero mi madre me llamó, y yo corrí hasta los pies del cadalso... los verdugos me rechazaron con aspereza, no me dejaron darla siquiera un beso, y la metieron en el fuego... Todavía retiembla en mi oído el acento de aquel grito desesperado que le arrancó el dolor... Debe ser horrible, precisamente horrible ese suplicio; aquel grito desentonado expresaba todos los tormentos de su cuerpo, y los verdugos se reían de sus visajes, porque la llama había quemado sus cabellos, y sus facciones contraídas, convulsas, y sus ojos desencajados, daban a su rostro una expresión infernal...¡Y esto les hacía reír!

Los rivales de mi maestro, Jacinto Ocaña, el director de la «Escuela del Cura», y Agustín Venegas, el de la «Escuela Nacional», creyeron que el sonetista era el «pomposísimo», y al domingo siguiente, cuando esperaba yo elogios y aplausos, salió en «La Voz de Villaverde» un articulejo desentonado y cáustico, en que ponían a don Román de oro y azul. Corrí a verle: ¿Ya leyó usted? le dije al entrar.

Por todo este conjunto desentonado y angustioso, habían trocado Simón y Juana su pintada casita de aldea, sus hermosos horizontes y sus floridos linderos, cuatro años antes del momento en que el lector y yo entramos en la villa de que se trata. Corría el mes de mayo a la sazón, y el follaje, los pájaros, las flores y el céfiro que los columpiaba, llenaban toda la campiña.