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Actualizado: 9 de julio de 2025


Preguntome qué especie de vida hacía yo, y si estaba contento con ella. Por mi parte pronto hube despachado: a lo primero le contesté: Soy periodista; paso la mayor parte del tiempo, como todo escritor público, en escribir lo que no pienso y en hacer creer a los demás lo que no creo. ¡Cómo sólo se puede escribir alabando!

¡Cómo habían cambiado en veinte años las cosas en Buenos Aires! ¡El doctor Trevexo, el hombre de más talento de su tiempo, el orador, el diplomático, el abogado y el periodista más hábil de la República, había desaparecido de la escena pública, y sólo habían transcurrido veinte años! Los tenderos de aquella época habían muerto o habían cerrado sus tiendas; ya no gobernaban la opinión pública.

Hubo un tiempo en que para dedicarse al periodismo, el honor era también una cosa indispensable. Hoy creo que todavía se exige el honor en algunos periódicos; pero, en la mayoría, sólo procuran que el periodista sepa su oficio. Días atrás hablaba yo con un periodista de la vieja escuela y le decía que, francamente, eso del honor me parecía absurdo.

A falta de otros méritos decían de él los de la casa: «Ese es de los pocos que vienen aquí de verdad». Su nombre no figuraba gran cosa en el extracto de las sesiones, pero no había empleado, periodista o tertuliano de la clase de caídos que al ver el apellido de Brull invariablemente en la lista de todas las comisiones que se formaban, no dijera «¡Ah! : Brull el de Alcira».

Duerme, pues, tranquilo sobre el corazón de tu Carlota; acepta su cariño con gratitud y bendice a la Providencia que te ha concedido una mano fiel para atravesar esta existencia tan triste y oscura... ¡Ay! ¡Yo también tuve una mano!... ¡también tuve un corazón sobre el cual mi alma reposaba sin cuidado!... Los ojos del antiguo periodista se rasaron de lágrimas al pronunciar estas palabras.

Aunque el periodista tenía bastante intimidad con el recién venido, en aquel momento le fué más antipático que si viera en él á un alguacil encargado de prenderle. Le miró, apartando la vista del artículo, nuevamente interrunpido, y esperó con paciencia las palabras de su amigote.

Vamos, no me sermonee usted más, don Germán. Lo que he dicho de mi tío es una broma. Ya sabe usted demasiado que le estimo. Serías un ingrato si otra cosa hicieras. Tu padre no dejó mucho más de cincuenta mil duros y tu tío acaba de entregarte ochenta mil. Tristán Aldama era hijo de un periodista que abandonó muy joven su profesión para dedicarse a asuntos comerciales.

Algo saqué en limpio, sin embargo, y de mi gusto, de la ingrata tarea, y fue el conocer, a mi vez, algunos antecedentes de la vida y milagros de mi respetable huésped; entre otros, que después de terminada su carrera de abogado, había sido, durante algunos años, periodista en Madrid a la manera de entonces, tan diferente de la de ahora, discutiendo y exponiendo mucho y batallando poco; gallardías de torneo más que guerra implacable de pasiones; y que había vivido largo tiempo en varias provincias de España, unas veces por gusto y otras desempeñando, cargos públicos importantes.

Don Custodio frotaba la yema del dedo pulgar contra las del índice y del medio. Algo de eso hay, algo de eso, creyó deber contestar Ben Zayb que, en su calidad de periodista, tenía que estar enterado de todo.

Los podían tomar por hombres, dotados de las mismas pasiones y flaquezas que los otros. Entonces Ben Zayb, con su ingenio de periodista, prometió que suplicaría á Mr. Leeds no dejase entrar al público mientras estuviesen dentro: bastante honor le harían con la visita para que no se prestase, y todavía no les ha de cobrar la entrada.

Palabra del Dia

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