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Actualizado: 7 de mayo de 2025


Jamás había visto el cielo tan diáfano ni el campo tan hermoso, jamás percibí tan grato el aroma de las flores ni más suave las notas del ruiseñor, jamás sentí mi cuerpo tan vigoroso y mi espíritu más lúcido. Pero ¡ay! el hombre es siempre un niño que persigue mariposas al borde de un abismo.

Cuando duerme en calma y el sol brilla en la altura, me deleitaba mirando al abismo, á cincuenta metros á mis piés, buscando monstruos en los bosques de madréporas y corales que se columbran al través del límpido azul, las enormes serpientes que, al decir de los campesinos, dejan los bosques para vivir en el mar y adquirir formas espantosas... Por las tardes que es cuando, dicen, aparecen las sirenas, las espiaba yo entre una y otra ola, con tanto afan que una vez creí distinguirlas en medio de la espuma, ocupadas en sus divinos juegos; distintamente sus cantos, cantos de libertad, y percibí los sonidos de sus argentinas arpas.

Calcúlese mi sorpresa y alegría cuando al pasar por delante de la casa vi la ventana abierta y percibí, como todas las noches, blanquear la figura indecisa de mi adorado sueño. Acerqueme con precaución, temiendo una emboscada; pero en seguida me convencí, al escuchar su voz, de que eran infundados mis temores. Me saludó muy enfadada, llamándome chinchoso, feo, ente, fatuo..., ¡gallego!

Sin embargo, al cabo de algunos momentos percibí un murmullo no lejos, y a fuerza de mirar con intensidad, logré ver el bulto de un sacerdote sentado en una silla próxima a la puerta y el de un caballero que, de rodillas delante de él, se estaba confesando. El cura tenía un brazo echado sobre el cuello del penitente y acercaba el oído a su boca.

Allí, a la sombra de los ahuehuetes, charlaban y reían cinco o seis lechuguinos. Entre ellos estaba el joven cuyo destino fuí a ocupar. mi nombre y el de Gabriela, y una voz que decía: ¿Se casarán? ¡Es cosa arreglada! exclamó alguno.... Parece que.... Y no escuché más. Hablaron tan quedo que no percibí lo que decían. ¡Alguna infamia! Las señoritas Castro Pérez entraron en el templo.

Allá en el confín del horizonte percibí una torre elevada, y al lado de ella otras varias más chicas. ¡Sevilla! ¡Sevilla! grité con voz recia, sin poder reprimir la extraña y viva emoción que me embargaba. Y avergonzado en seguida de aquel grito, me volví para ver si mis compañeros se reían.

»Carlos estaba a mis pies, y cubría mis manos con sus besos... En mi turbación, en la enajenación de mis sentidos, percibí el ruido que hacía una puerta al abrirse. Un momento después, el conde de Pópoli estaba detrás de nosotros, nos miraba. Si hubiesen ustedes conocido lo violento de su carácter, comprenderían el furor que se apoderó de él.

Palabra del Dia

hociquea

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