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Actualizado: 24 de julio de 2025
La joven rodeó con sus brazos el cuello de Hullin, y asaltándole de repente una idea extraña, cogió de la mano al anciano y gritó: Vamos, papá Juan Claudio, bailemos, bailemos. Y le hizo dar dos o tres vueltas. Hullin, sonriendo a su pesar, se volvió hacia el anabaptista, que permanecía serio como siempre, y le dijo: Estamos algo locos, Pelsly; no debe usted extrañarse de ello.
Cuando salió el Sol, la meseta se hallaba desierta y, a excepción de cinco o seis hogueras que continuaban humeando, nada revelaba que numerosos guerrilleros ocupaban los puntos estratégicos de la sierra, ni que habían pasado la noche en aquel sitio. Hullin, sin sentarse, tomó un bocado y se bebió un vaso de vino en unión del doctor Lorquin y del anabaptista Pelsly.
Me agradan mucho los discursos sobre la paz cuando nada tengo que hacer y hago la digestión de la comida; eso conforta el ánimo. Y después de dichas tales palabras, Catalina se volvió tranquilamente y acabó de comer el trozo de jamón. Pelsly quedose estupefacto, y el doctor Lorquin no podía reprimir una sonrisa.
¡Bah! respondió la labradora levantándose y saltando del carro ; usted me confunde, Hullin. Voy a calentarme. Catalina entregó las riendas de los caballos a Dubourg, y luego, volviéndose, dijo: La cosa no tiene importancia, Juan Claudio; ¡y qué agradable es ver la hoguera aquí y allá! Pero... ¿y Luisa? ¿Dónde está? Luisa ha pasado la noche cortando y cosiendo vendas con las dos hijas de Pelsly.
No tiene usted mas que mirar por la ventana y los verá en el camino del Donon. Han sorprendido al anabaptista Pelsly, lo han atado al pie de la cama y se entregan a robar, al saqueo y a cortar los caminos; pero que tengan mucho cuidado. Dentro de pocos días van a ver cosas buenas. No son mil hombres los que los van a atacar; no son diez mil, son millares de millares... ¡Y no quedará uno!
Los tres salieron, acompañados del pastor Lagarmitte, a quien se había nombrado trompeta, y del anabaptista Pelsly, persona grave, de amplia barba corrida alrededor de las mandíbulas, que iba con los brazos metidos hasta los codos en los enormes bolsillos de su túnica de lana gris guarnecida de broche de latón, y a quien la borla de su gorro de algodón le caía en medio de la espalda.
Por encima de la carretera que costea oblicuamente la ladera hasta llegar a los dos tercios de la cumbre se veía entonces una casa, rodeada de algunas fanegas de tierra de labor, la alquería de Pelsly, el anabaptista: era un edificio bajo, de tejado plano a propósito para poder resistir los fuertes vientos que en tal sitio combatían; detrás de la casa, hacia la cúspide de la sierra, se extendían los establos y las corralizas de cerdos.
El doctor Lorquin se disponía a extraer la bala de la herida de Baumgarten, el cual daba terribles gritos. Pelsly, en el portal de la casa, temblaba de pies a cabeza. Juan Claudio le pidió papel y tinta para transmitir las órdenes a las demás posiciones de la sierra; y era tan grande la turbación del pobre anabaptista, que a duras penas pudo dárselos.
Palabra del Dia
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