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Actualizado: 26 de junio de 2025


El barón de la Deuda Flotante creía en el poder de la prensa periódica, pero su hija no. Enfrente de esta pareja se colocó resplandeciente Ronzal, el gallardo Trabuco, diputado de la comisión y miembro de la Junta directiva del Casino. La pechera que lucía Ronzal no podía ser más brillante.

Deus meus, Deus meus, quare dereliquiste me, decían los atribulados ojos mientras que sus labios murmuraban: ¡linintikan! En vano tosía, estiraba la pechera de su camisa, se apoyaba sobre un pié, luego sobre otro, no encontraba solucion. Vamos, ¿qué tenemos? repetía el catedrático gozándose en el efecto de su argumento. ¡La bibinka! soplaba Juanito Pelaez, ¡la bibinka!

Un matador debe llevar bien apretados los «machos». Y Garabato, con ágil presteza, dejó convertidos en pequeños colgantes los cordones enrollados e invisibles bajo los extremos del calzón. El maestro se metió en la fina camisa de batista que le ofrecía el criado, con rizadas guirindolas en la pechera, suave y transparente como una prenda femenil.

Sólo una gorrita Con una blanca y grande sampaguita . Un pámpano escotado por pechera, Y en el cuello... así... o como se quiera Por corbata ilang-ilang o champacas O las verdes hojuelas de albahacas; Por faldillas las rojas gumamelas Y dos partidos mondos cacahuetes Por piés, con dos corolas por chinelas, Ocultas por ribetes Formados en minúsculos estambres, Y verdosos pistilos, Que ensartan dos alambres O metálicos hilos, A simular el oropel y encantos Que dan la majestad a regios mantos.

Garabato, luego de abrocharla, hizo el nudo de la larga corbata, que descendía como una línea roja, partiendo la pechera, hasta perderse en el talle del calzón. Quedaba lo más complicado de la vestimenta, la faja, una banda de seda de más de cuatro metros, que parecía llenar toda la habitación, manejándola Garabato con la maestría de la costumbre.

Cubría su cabeza un sombrero calañés de terciopelo, con mota rizada, sujeto a la mandíbula por un barboquejo. El cuello de la camisa, limpio de corbata, estaba sujeto con un par de brillantes, y otros dos más gruesos centelleaban en la ondulada pechera.

Estaba él orgulloso de aquella pechera, de aquel frac madrileño, de aquellas botas sin tacones que eran la última moda, lo más chic, como ya empezaba a decirse en Vetusta. Pero él no pensaba en esto, pensaba en que, según veía, tarde ya, le tocaba romper la marcha; su bis a bis era Trifón, y Trifón había empezado a ponerse en movimiento. Trabuco sudaba antes de haber motivo para ello.

Pero de cintura arriba mostrábase el señorío, «la dignidad del sacerdote de la instrucción», como él afirmaba; lo que le distinguía de toda la gente de las barracas, gusarapos pegados al surco: una corbata de colores chillones sobre la sucia pechera, bigote cano y cerdoso partiendo su rostro mofletudo y arrebolado, y una gorra azul con visera de hule, recuerdo de uno de los muchos empleos que había desempeñado en su accidentada vida.

Allí estaba él, reluciente, armado de aquella pechera blanquísima y tersa, la envidia de las envidias de Trabuco. En aquel momento don Juan Tenorio arrancaba la careta del rostro de su venerable padre; Ana tuvo que mirar entonces a la escena, porque la inaudita demasía de don Juan había producido buen efecto en el público del paraíso que aplaudía entusiasmado.

Por la primera vez, después de muchos años, cometió una injusticia con sus amigos y se apartó de su imparcialidad habitual. El excelente hombre se creía estar en el cielo y tamborileaba con sus dedos sobre la pechera de su camisa con una satisfacción visible.

Palabra del Dia

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