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Actualizado: 10 de octubre de 2025


Atribuía la muerte de su ama al vaso de agua azucarada que le había preparado tan pacientemente todas las noches, y pensaba frotándose las manos que todo llega para el que sabe esperar. A mediodía hacía un segundo almuerzo, y para digerir bien, a estilo de propietario, se paseaba una o dos horas alrededor de la finca a la que había echado el ojo.

Y cambiando de tono y como adoptando una resolución, añadió: tengo hambre, ¿lo oye usted? ¡lléveme a cenar! Salimos del balcón y entramos de nuevo en la sala. Yo tenía la sangre en la cabeza, pero aquella mujer estaba fría como una lápida. En la escalera del comedor encontramos a don Benito que paseaba a Fernanda todavía.

Julián que paseaba inquieto de un lado para otro del gabinete cruzando también la sala, llegó en aquel momento a la entrada del despacho y podo oír perfectamente que la chica decía haciéndose cruces: ¡Qué bonitas! ¿Desea la señora que las lleve al gabinete, que está mejor alumbrado?

A eso de las doce sintió que Elías se paseaba en su cuarto con más agitación que de ordinario. Hasta lo pareció oír algunas palabras, que no debían ser cosa buena. Levantóse Clara muy quedito movida de la curiosidad, y poco á poco se acercó con mucha cautela á la puerta del cuarto de Elías, y miró por el agujero de la llave.

Llegamos al Prado, y en entrando, saqué el pie del estribo y puse el talón por defuera y empecé a pasear. Llevaba la capa echada sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos; cuál decía: «Este yo le he visto a pie»; otro: «Hola, lindo va el buscón». Yo hacía como que no oía nada, y paseaba. Llegáronse a un coche de damas los dos, y pidiéronme que picardease un rato.

Fue un veterano malhumorado y pronto a reñir entre la bohemia juvenil de capa y espada que llegaba de la Península soñando con la conquista de tesoros y reinos. Se organizaban nuevas expediciones. Pizarro poníase a sueldo de diversos capitanes. Por las calles de Santo Domingo paseaba su garbo otro extremeño, enamoradizo, espadachín y algo letrado, que se apellidaba Cortés.

En el coro, la alegría de su orgullo gustó una satisfacción aún mayor. Estaba sentado en el trono de los arzobispos de Toledo, aquella silla que había sido la estrella de su juventud, y cuyo recuerdo le turbaba en pleno episcopado, cuando paseaba la mitra por las provincias esperando la hora de llegar a la Primada.

Su cara se hallaba al nivel de aquella tierra que en otros tiempos había trabajado su padre. Por fin volvía a ver aquel rincón de verdura; el patio convertido en vergel por los canónigos de otros siglos. Su recuerdo le había acompañado cuando paseaba por el inmenso Bosque de Bolonia y por el Hyde-Park de Londres.

La nueva luz parecía embellecer su vida, haciéndola más amable. ¡Y él había podido ser como los otros, adorando la existencia en la ciudad!... La verdadera vida era ésta. Paseaba su mirada por la interna redondez de la torre. Un verdadero salón, más apacible para él que los de la casa de sus antepasados. Todo suyo, sin miedo a la copropiedad con prestamistas y usureros.

Entonces se dedicó al comercio del ébano. Zaldumbide llevaba a la tripulación muy derecha, sin que nadie se le desmandara. Los domingos deseaba que se celebrasen convenientemente, y en estos días se ponía una levita azul, que él llamaba la nueva, y paseaba por la cubierta.

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