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Púsose don Quijote de mil colores, que sobre lo moreno le jaspeaban y se le parecían; los señores disimularon la risa, porque don Quijote no acabase de correrse, habiendo entendido la malicia de Sancho; y, por mudar de plática y hacer que Sancho no prosiguiese con otros disparates, preguntó la duquesa a don Quijote que qué nuevas tenía de la señora Dulcinea, y que si le había enviado aquellos días algunos presentes de gigantes o malandrines, pues no podía dejar de haber vencido muchos.

Rodeaba los ojos un círculo negro, como hecho al difumino. Los labios, apretados, parecían dos hojas de rosa seca. El conjunto era cadavérico.

Y en tanto el ex-regente, a quien aquellas sombras del salón y aquella discreta luz del farol de enfrente y del cuarto de luna parecían muy a propósito para confesar sus picardías eróticas, continuaba el relato, para decir de cuando en cuando, a manera de estribillo: ¡Pero qué fatalidad! ¿Cree usted que por fin la hice mía? ¡pues, no señor! pásmese usted.... Lo de siempre, me faltó la constancia, la decisión, el entusiasmo... y me quedé a media miel, amigo mío.

La rápida luz de los relámpagos mostraba instantáneamente, como una visión de ensueño, el mar negruzco con hirvientes espumas, los campos encharcados, que parecían llenos de peces de fuego, los árboles brillantes bajo su capa acuosa.

Lo que no me llenó en el primer momento fueron los ojos. Eran demasiado soñadores, de color azul demasiado pálido para esa criatura exuberante de vida. Parecían ahogarse en éxtasis; sin embargo, los párpados, medio bajos, dejaban escapar una mirada inquieta, recelosa, como la que tienen los perros malos a quienes se castiga con frecuencia.

»No, cuando creí que iba a abrazar a usted. »Al pronunciar estas palabras, que parecían escapadas de sus labios, había en su voz, en su mirada, una expresión que no había notado nunca en él, y que me causó profundo asombro. »¡Carlos! exclamé inclinándome hacia él. »Lanzó un grito de dolor y su rostro se cubrió de una palidez intensa.

Y el buen don Esteban, pequeño, rechoncho y miope, sentía en su interior un alma de héroe nacido demasiado tarde al pisar las seculares losas del templo de los Hospitalarios. Las otras iglesias enormes y ricas le parecían monumentos de insípida vulgaridad, con sus fulguraciones de oro, sus escarolados de alabastro y sus columnas de jaspe.

Luego enseñaba a Jaime grandes estampas con vistas de las ciudades en las que había vivido, y que al niño le parecían poblaciones de ensueño. Algunas veces se quedaba contemplando el retrato de «la abuela del arpa», de su esposa, la interesante doña Elvira, el mismo lienzo que estaba ahora en el recibimiento con las demás señoras de la familia. No parecía conmoverse.

Al llegar una nueva banda, sus individuos, embozándose en las mantas haraposas para dar mayor misterio a la pregunta, se dirigían a los que aguardaban en el llano. ¿Qué hay?... Y los que oían la pregunta parecían devolverla con la mirada. «; ¿qué hayTodos estaban allí, sin saber por qué, ni para qué; sin conocer con certeza quién era el que los convocaba.

La Reina los sabía de corrido y los contaba con mucha sal. Pero no revolvamos las cenizas de esta nulidad, de quien la condesa decía, en el más escondido pliegue de la confianza, que era una bestia condecorada, y ocupémonos de su viuda. Era en todo tan distinta de la marquesa de Tellería que no parecían hijas de la misma madre.