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Actualizado: 22 de mayo de 2025
Las palabras eran insignificantes, pero la entonación era tan íntima, tan penetrante y tan dulce, que temí ser indiscreta y me escapé de allí. Y en mi precipitación por poco dejo caer al Marqués de Oreve, que se estaba paseando con un librote debajo del brazo y aspecto de preocupación.
Me siguió a la biblioteca, pero también al Marqués de Oreve se le antojó ver las estampas... Mi combinación iba a fallar, cuando quiso el Cielo que la Marquesa se enredase en la genealogía de los Coburgo. El Marqués volvió en seguida pies atrás, y Lautrec y yo nos quedamos solos en la biblioteca, cuya puerta abierta nos dejaba expuestos a todas las invasiones. No había, pues, tiempo que perder.
En esto estoy, querido hermano... Lacante no sabe nada, lo que es ya mucho, así como lo es el tener un poco de simpatía en el estado de ánimo en que me encuentro. ¿Hablar a los de Oreve? Me falta valor. Arrastrar a mi pobre Luciana de puerta en puerta, como sospechosa, como acusada, sin que ella lo sepa para defenderse, se parece mucho a una traición.
Tiene también desigualdades de humor, y, de repente, accesos de un encanto imprevisto y de una humildad encantadora. ¡Pobre Luciana! ¿Por qué soy tan severo... y tan injusto acaso con ella? Ayer, cuando llegué a casa de la Marquesa de Oreve, estaba Luciana en el jardín con un libro abierto en la falda.
La Marquesa de Oreve me llamó ayer a su casa por una carta urgente y fui corriendo con el presentimiento de lo que iba a suceder. Estaba yo tan pálido y desencajado, que la Marquesa exclamó al verme: No se alarme usted, querido amigo... Lo que tengo que decirle exige ante todo calma y sangre fría... Se trata de Luciana, ¿verdad?
Puesto que te divierten mis crónicas, voy a contarte aquella comida en casa de la Marquesa. La de Oreve tenía a su derecha a Lacante, por supuesto, y a su izquierda a Kisseler, el escultor. Enfrente de ella, su augusto esposo. ¿Lo conoces? No creo. Un hombre alto y delgado, barba escasa y una cabellera bermeja, muy indisciplinada a pesar de los emplastos de cosmético que tratan de civilizarla.
Lo comprendí y me marché a casa para saladar a la Marquesa de Oreve. La señora de Grevillois, que estaba al lado de la ventana trabajando activamente en su bordado, me interpeló al pasar para reprocharme graciosamente que dejase sola a Luciana.
Mi padre dice muchas veces a la de Oreve: No lo provoque usted, señora, porque tenemos aquí muchachas esta noche. Pero ella responde tranquilamente: No se apure usted; hay gracias de estado para las jóvenes y no entienden más que lo que deben entender. ¿Verdad, señoritas? Todo es puro para los puros. Y el señor Kisseler se dispara.
Las atenciones de la de Oreve ganaban a sus ojos con estar adornadas de alhajas, de sedas y de encajes y hasta su título de Marquesa tenía como un perfume de polvos «a la maréchale» que le hacían retroceder un siglo, lo que gustaba a su imaginación curiosa del pasado.
Me dio como un desafío, el consejo de preguntar a mis amigos. Usted... los de Oreve... Pregunte usted a los de Oreve, si eso le tranquiliza... pero yo afirmo que no sé nada. Puede usted creer que soy demasiado amigo suyo para no ponerle en guardia si creyese indigna a su prometida.
Palabra del Dia
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