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Se estrecharon la mano y no dijeron más. Ni el uno ofreció favor ni el otro pidió misericordia. Las gentes de Argel acudían ansiosas para conocer al «Demonio de Malta» amarrado a su banco de esclavo; pero al verle fiero y ceñudo como un aguilucho cautivo, no se atrevían a insultarle.

El médico se adelantó también, y sacando la petaca le ofreció un cigarro puro, preguntándole al mismo tiempo: ¿Qué tal? ¿Le tratan a usted bien por aquí? Muchas gracias, no fumo... , señor, me tratan bien. Hay más caridad en la cárcel de lo que ordinariamente se dice. Entablose una conversación animada.

Eran las diez de la noche, cuando me presenté al conserje de la Academia y le pedí las llaves del anfiteatro para recojer unos instrumentos que había yo dejado olvidados. El conserje me las franqueó en seguida y hasta ofreció acompañarme, pero yo le dispensé esa molestia, y penetré solo en el salón.

Pronto se le ofreció ocasión oportuna: a una vuelta del carruaje enredóse la sombrilla en las ramas de un roble, y despedida aquella con violencia, vino a caer sobre uno de los caballos; espantóse el animal, reculando bruscamente; retrocedió el coche a su empuje, osciló un momento y quedó inmóvil, inclinado, hundiéndose, hundiéndose suavemente... Un grito de espanto escapóse de los labios de todos, y una vieja que cruzaba guiando un borriquillo gritó, extendiendo los enjutos brazos, con esa energía de la fe en los momentos de angustia: ¡Aita San Ignazio..., salbazazu!.

Pero Bettina lo miraba, y de repente díjole a Pablo: Os agradezco mucho, señor, mas estoy fatigada... Detengámonos, os ruego... ¿Me perdonáis, no es verdad? Pablo le ofreció el brazo. No, gracias dijo ella. La puerta acababa de cerrarse. Juan no estaba ya allí. Bettina atravesó el salón corriendo, y Pablo se quedó solo, sin comprender lo que le pasaba.

Ofreció una a Fortunata, que la tomó, y doña Casta se dispuso a obsequiar a sus amigos con vasos de agua. Ponía esta señora sus cinco sentidos en los botijos para enfriar el agua, y tenía a gala el que en ninguna parte la hubiese tan fresca y rica como en su casa.

14 ¿cuánto más la sangre del Cristo, el cual por el Espíritu eterno se ofreció a mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de las obras de muerte para que sirváis al Dios viviente?

Preso Rico y ocupados sus papeles, ofreció Carbonell á los conjurados el perdon y olvido de su delito, siempre que se presentasen en cierto término ante su autoridad.

Así fue que cuando se le ofreció por yerno, el buen padre enmudeció, profundamente conmovido por el gozo que sintió en su corazón, y sólo suplicó a Stein cogiéndole la mano, que por Dios se quedasen a vivir en la choza; en lo que consintió Stein de mil amores.

Precisamente se dirigía ella hacia Delaberge llevando en una mano la cafetera y en otra una taza que le ofreció. Cuando hubo servido a todos, volvió a sentarse en el canapé, no lejos de Delaberge, quien, de pie todavía, acababa de beberse su taza. Señor inspector le dijo ella, estaría usted muchísimo mejor si tomase asiento.