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Actualizado: 18 de mayo de 2025
Mas el pianista, respetuoso de los privilegios que merece el genio, se excusó modestamente y pidió perdón con la mirada y la sonrisa á su rival el griego. Era un hombre obeso, casi cuadrado, de tez morena y lustrosa, bigote negro y unos ojos algo oblicuos, de fijeza agresiva, que recordaban los del jabalí.
A la claridad lunar divisa por fin un monstruo de fantástico aspecto, pegando brincos prodigiosos, apareciendo y desapareciendo como una visión: la alternativa de la oscuridad de los árboles y de los rayos espectrales y oblicuos de la luna hace parecer enorme a la inofensiva liebre, agiganta sus orejas, presta a sus saltos algo de funambulesco y temeroso, a sus rápidos movimientos una velocidad que deslumbra.
Por entre los trigos corría un perro de caza del cual se divisaba solamente su cola, agitada con movimiento vertiginoso; alguna vez aparecía su cabecita de color canela. El sol moribundo, con resplandores rojizos, esparcía sus rayos oblicuos por las eras. El Guadarrama sin relieve alguno parecía una larga mancha violácea pintada con difumino sobre un fondo lechoso.
Por grande que fuera la atención que pusiera en su trabajo, de cuando en cuando volvía la cabeza para dirigir una triste sonrisa a su aya, que, sentada junto a la pared y con los ojos entornados, parecía sumida en sombríos pensamientos. Un silencio completo reinaba en el cuarto; los rayos del sol oblicuos y su débil claridad anunciaban el declinar del día. Marta estaba triste e inquieta.
Otro motivo de simpatía para la Lubimoff en sus días de benevolencia: ella era rubia y la criolla conservaba los restos de una belleza hispano-azteca, con la tez de un moreno algo verdoso, los ojos enormes, rasgados, oblicuos, en forma de almendra, y una cabellera asombrosa por su intensa negrura, su brillo y su longitud.
Era muy difícil abrirse paso á través de las encinas nuevas aún, pero ya vigorosas, de que se componía aquel monte y que entrelazaban, como las empalizadas de Robinsón, sus oblícuos troncos y sus tupidas ramas.
Todos nos quedamos extasiados en su contemplación. Lo que primero atraía la vista era la ciudad. La hermosa sultana del Mediodía reposaba del lado de allá del río con blancura deslumbradora, que le da carácter africano. Eran las cuatro de la tarde. El sol la bañaba con sus rayos oblicuos, pero vivos aún y ardorosos.
El fino y erudito cardenal Nani vino de Roma a consagrar la iglesia; mas cuando yo aquel día entré a visitar a mi divina huésped, lo que vi más allá de las calvas de los celebrantes, no fué la Reina de Gracia, rubia, con su túnica azul, sino al viejo Mandarín con sus ojos oblícuos y su papagayo entre las manos.
Pero sin arbotantes, la bóveda gótica espaciosa no es posible, porque los pilares sobre que arranca no tienen fortaleza bastante para contrarestar los empujes oblicuos; y sin embargo, el arquitecto que habia trazado la obra de la catedral nueva de Córdoba se habia propuesto en un temerario alarde de su ciencia, levantar sin arbotantes á mas de ochenta y ocho piés de altura bóvedas por arista de cincuenta piés de vuelo.
Volviendo la vista atrás, después de caminar un trecho, se señoreaba la hermosa villa que la luz matinal hería de soslayo, haciendo brillar aquí y allá alguna blanca fachada. Detrás, la vasta llanura del mar, que con los rayos oblicuos del sol naciente, ofrecía un color blanco lechoso.
Palabra del Dia
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